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64 Equivocación... * El sereno no había traido nada todavia porque el segundo se- reno que llegó le impidió moverse hasta hacer las diligencias para que el cadáver fuese entregado á la justicia y al hospital. Nadie respondía á los suaves golpes que Jacinta daba llaman- do. De dentro no estaban acostumbrados á recibir sino á la esposa y madre, que entraba sin llamar. Jacinta dió un golpe más fuerte y se entró dentro encendiendo ella misma un fósforo, y bus- cando inútilmente vela ni quinqué donde prender luz. Algo trope- zó en tierra cuando ya casi se quemaba los dedos. Había llegado al rinconcito más retirado de la buhardilla. Cuando quedó á oscuras sintió que le corría por todo el cuerpo un escalofrío. Quiso encender otro fósforo, pero al frotar la cabeza en la arenilla se le cayó la caja. Tan temblorosa y agitada estaba. —No temáis, señora —dijo una voz ronca que parecía salir de un sepulcro, y voz que no tranquilizaba por lo iracunda. Pero Jacinta, no sólo temió, sino que involuntariamente lanzó un agudo ¡ay! —Mi esposa vendrá luego. ¿Vos quién sois?... Parecia pregun- taba á un odiado ser invisible. Jacinta tenía trabada la lengua; las rodillas y los dientes le temblaban, y sus pies estaban como clavados allí, donde algo tro- pezaban. No se atrevía á inclinarse para buscar por el suelo las cerillas. Por fortuna sintió pasos y vislumbró los primeros destellos de una luz. El sereno subía ya y llegaba á la buhardilla con su farol. Se presentó, iluminando aquella choza, y Jacinta vió un cuadro des- y garrador. Á sus pies tenía una niñita de tres años, ya muerta y y fría. Sus dos hermanitos de cinco y siete años, la habían retirado allí porque lloraba mucho, y ellos desnuditos, abrazados á los pies de su padre, tiritaban de frío y miraban “sorprendidos como fieras en su madriguera, y con ojos vivos como el hambre. El padre, imposibilitado, descansaba sobre una estera en el suelo. Allí no se veía mesa, ni silla, ni nada. Cuatro años que aquella infeliz mujer venía haciendo frente á tantos rigores, sólo alargando la mano al transeunte. Los niños estaban sin bautizar, el padre próximo á morir y bien necesitado de un sacerdote. El enfermo lo había rechazado siempre que se lo proponía su mujer, prohibiéndole además admitir á nadie en la bubardilla. La primera

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