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Ot ty Equivocación... milde y desconocida. Era ésta en aquel tiempo, una gran lección dada al mundo, un gran ejemplo dado á la sociedad. Las que an- dan tras de los adoradores, las mujeres que sólo viven oyendo el engañoso rumor de la lisonja, veían una mujer de tantos idolatra- da, abrazarse á lo que juzgaba su única tabla de salvación en el eran naufragio de la vida, á la virtud, al sacrificio. Los seres que sólo gustan de los aplausos, siquiera sean inmerecidos, que viven respirando ese aroma de verdadera adulación, de falsa realidad, que pasa y se desvanece y se disipa como el humo, veían á la mu- jer aplaudida, á la mujer coronada por todas sus envidiables prendas naturales, hollar sus coronas, y en vez del grato arrullo del amor en el salón, buscar el ¡ay! desgarrador del moribundo pobre, del herido incurable, del enfermo apestado. Los que no ereen en la virtud, seres desgraciados que imaginan la sociedad entera, toda, toda, un centro de vicios y el corazón humano sepul- ero lleno de roedores gusanos de malos sentimientos, afectos y de- seos, en aquella mujer ideal, veían un ángel que llevaba en sus sienes la aureola más preciada que puede alcanzarse en la tierra, la rica aureola de la perfección moral, como enseña el Evangelio á elaborarla. Así, nunca el triunfo de aquella mujer que iba luego á aparecer á los atónitos ojos de todos había sido más grande, más esplendo- roso; nunca espectáculo ninguno le había granjeado tantos y tan sinceros admiradores cuando se presentaba en el teatro vestida deslumbradoramente superando en brillantes á la misma Empera- triz, como iba á granjearle aquel supremo día de su vida cuando vestida de tosco sayal y humilde toca, apareciese en el escenario del presbiterio. Sin duda reconoce el mundo, aunque muchós veces lo quiere desmentir con volteriana sonrisa, que la belleza más bella y la sublimidad más sublime, es la virtud; reconoce el mundo que la perfección moral se refleja con un tinte sonrosado en el rostro y hermosea todo nuestro ser, y lo engrandece, y lo exalta, y lo transfigura; pues siempre el mundo tiene para la verdadera virtud, siquiera sea sólo en su interior, buen sentido, gloria y respeto. (1) Así es que toda aquella muchedumbre que se agolpaba á la (1) Castelar. a
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