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Novela histórica 47 cia. Y cambiando el tono de la conversación y sonriendo, añadió: —Te veo muy animada y muy contenta estos días. Yo te obser- vo de visita en visita, me regocijo, y ni siquiera con una pregunta interrumpo tu felicidad. Supongo la causa y esto me basta. Pero me será muy grato oir de tu misma boca cl por qué de tu alegría. ¿Habláis mucho? ¿qué decis? —Yo si, mamá. El nó. Pero me escucha y esto me basta. —¿Y qué le dices? —(Que se cure pronto. —¡Cá!.... Eso le decías los primeros días. —Y ahora también. —¿Y nada más? —¡Uh, mamá!.... que se cure pronto, que venga á Berlín, pues <Á o O me tengo que marchar y siento dejarle: ¿todo te lo he de decir? —Todo; sí. —Que le quiero lo mismo, que le quiero más, que será para mí más hermoso con las cicatrices que el firmamento con todas las estrellas, y que no quiero ya con mi mano lucir anillos porque él con la suya no ha de esgrimir más espada. (1) Aquí habló mamá y habló muy triste. Dijo que por qué consentí á que le cortasen la mano. Que prefería morir á vivir inútil. ¿Quería decir, mamá, que así nadie le querrá? —No; porque ya le has dicho tú que así también le quieres, y más aún. Es el honor militar lo que le hace hablar así. —Que no sea militar. ¿No es inmensamente rico? ¿no soy yo archimillonaria? —Si, pero él es pundonoroso; y el primer honor del hombre no es heredar títulos y fortuna, sino ser capaz ante la sociedad de ganárselo todo con la frente ó con la mano. —Pero él ha ganado ya todo en una sola acción nobilísima. 1) Raquel cumplió su palabra, pues cuando dos meses después se recibía en Berlín la soberbia urna que enviaba de Londres el mejor joyero real, el doctor colocó en ella la cajita de límpido cristal que contenía la mano cortada, para entregarlo todo á Raquel. La joven se sorprendió en todos conceptos, pues no sabía ella que Bebring conservaba la mano ni que su papá hubiese tenido pensamiento tan feliz, Ella en el acto concibió otro. Fué á su guarda- joyas donde tevía riquísimos anillos de imponderable mérito y valor, algunos regalados por princesas renales en sus cumpleaños, y tomándolos todos, abrió la cajita de la mano, y los fué colocando en todos los dedos. Ya no quiso com- prar, ni regalar, ni que le regalasen más anillos,

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