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A AR A E za 5 AN AM . 4 532 Historia de una Cubana bísteis respecto á los malos pasos que Orlando daba en mi casa. Por dolorosa que sea esta confesión la creo necesaria para roga- ros, mi buena amiga, reconvengáis á vuestro esposo, y le hagáis comprender la conveniencia de no poner más los pies en mi casa, ni comprometerme con llamadas ni con cartas. Si Waldersee lle- gara á enterarse de sus injuriosas pretensiones y reiteradas instan- cias, acaso le costara muy caro. Os incluyo en trozos sus últimas cartas que siento haber roto. Si Orlando insiste en querer abusar de la amistad antigua de Waldersee, me veré en la precisión de tomar otras medidas. El papismo le ha hecho más desbocado. Reconvenidle, os lo ruega por vuestro bien, el suyo y el de todos, Palmira. Duquesa de Waldersee». Esta carta en manos de Raquel, no sabemos, aunque presumi- mos, los efectos que le hubiera producido. Los trozos que Palmira incluía se los guardó Orlando. Eran de lo más solapado y maligno. Cartas delirantes, llenas de fuego, pero escritas hacia más de un año antes de casarse Orlando, cuando estaba fascinado por aquella incorregible coqueta. Buen cuidado había tenido ella de hacer tres pedazos cada carta, dejando fuera, por supuesto, todas las fechas. Ya preveía que acaso no llegase la carta á manos de Raquel, ni aun certificada. En previsión de esto había guardado otras cartas en que Orlando no sólo le expresaba toda la efusión de su amor, sino que le manifestaba que nunca jamás se inclinaría su corazón hacia Raquel, ni por simpatía ni por imposición de sus papás. Con estos documentos hizo poco más ó menos otro cartapacio, escribió en igual sentido y aún más grave, tomó un retrato de los guarda- dos por Waldersee, y tuvo el diábolico pensamiento de enviarlo todo certificado á Martina. Así se aseguraba el triunfo. Por ame- nazas de que lo iba á hacer, no hubiera conseguido nada de Or- lando. Vería-ahora si entre esposa, y suegra mirando por su hija, le abrasaban y le hacían poco menos que acudir á ella rogándola cesase en el fuego. Martina, enterada muy bien del certificado,y mi- rando horas enteras el retrato de Orlandito, funció el entrecejo, y se convenció una vez más, que Orlando papista, era capaz, no sólo de todas las hipocresías, sino de todas las infidelidades conyugales, de todas las degradaciones y de toda perversión. Por tan sabido y pre- visto no le daba á ella un accidente que la llevase al otro mundo. ¡Pobre hija mia! —exclamaba—por más que te lo tengas mere-

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