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ES ES 502 Historia de una Cubana sión, muy edificadas, lo contaron á Elisa estando allí la niña. Ma- dre é hija se miraron, pero no pronunciaron palabra. Elisa sonrió tristemente, y pensó si sería eso efecto de aquel gran susto recibi- do la noche que pidió pan. Como quiera que fuese, la niña crecía en la estimación de todas las Religiosas. Era sumamente callada, atenta y obediente. La Superiora decía de ella que le gustaría se inclinase á ser monjita, que aunque fuese necesario acudir á Roma, pediría dispensa al Santo Padre Pío IX. Como si fuese fruto de sus deseos y oraciones, la niña traía en- vidiables cualidades para ese estado, y adelantemos, que á los dieciocho años le impuso la toca, llamándola Sor Leona. Lo que más extrafiaba á las hermanas era que no reía como las otras ni- fas, sino muy moderadamente donde las demás tenía motivo para larga broma; y sobre todo, que jamás se la veía llorar. Un día no obstante lloró inconsolable, y nisu misma madre la pudo hacer callar. Elisa tuvo una visita inesperada. Un anciano, negro, ele- gantísimo había sido introducido en su cuarto precisamente en la hora en que la enferma tenía junto á sí á su hija. Elisa había pen- sado muchas veces y aún tenía intención de escribir á Cuba muy arrepentida; pues aunque no quería volver á casa y nada de casa pretendiese, su conciencia sentía la necesidad de dar una satisfac- ción á su padre. Al verle ahora ante sí sin más aviso, es indecible lo que por ella pasó. Dió un grito llamándole papá... y se echó las manos al rostro avergonzada. El permaneció muy serio y muy derecho en la puerta sin dar un paso hacia dentro. La niña no había pronunciado nunca esa palabra que con tanto mimo y cariño decían otras colegialas. Al oirla á su mamá tam- bién por primera vez, soltó la mano de ésta, abrió los bracitos, y corrió 4 echarse en brazos del hombre á quien iba dirigida. —Quita allá... hija del crimen—dijo Biren rechazándola con ademán el más brusco y un tono el más desabrido. De toda esa ofensa, la niña no comprendió sino el mal recibi- miento. Dejó caer un poquito la cabeza sobre el hombro, oprimió la boquita, cerró poquito á poco los ojos, las lágrimas se agolpa- ron y luego el lloro, el llanto, el sollozo y el hipo no le dejaron aliento para respirar. -—Ven, hija mía, ven. No eres hija del crimen; nieta sí, acaso

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