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Novela histórica 501 de ser tan desgraciada como yo. Ya no me queda más que la cari- dad del prójimo, y espero en Dios que no me ha de faltar. Sólo quiero imponer una condición para recibirla, ruego que se ejercite conmigo en el hospital. Yo no estaría tranquila aqui con tantos gastos. —Elisa—le objetó el Abate—no es necesario que vayáis al hos- pital; contad desde luego con mi amistad, y con las buenas almas que yo conozco en mi parroquia. Gracias, Abate, pero no puedo aceptar. Dos meses más estuvo en la casa igualmente cuidada como ha- bía sido hasta entonces, y así hubiera continuado; pero era tanta la insistencia suya por ir al hospital, rehusaba tantas veces tomar alimento, lloraba tanto y alegaba tantas razones de poder ver á su hija entre las internas huérfanas, que no hubo más remedio que llevarla. Luego se le preparó un cuartito, pero se esperó á que hiciese un día bueno para trasladarla. Andando era imposible. Entre el coche ó la camilla, eligió la camilla para mayor comodidad. En hospital público, llamaba mucho más la atención de las asiladas y de las visitas aquella enferma, que sin notar ella el contraste, 08- tentaba en su dedo un anillo soberbio con magnífico diamante. Ja- más se desprendió de él y lo llevó puesto hasta la muerte. No admitió distinción ninguna que pudiese causar envidia á las otras pobres; sólo aceptó el cuartito separado para evitarles molestias eon su continua tos —decía ella—pero en realidad era para 1lo- rar á solas, pues le hacía daño comprimirse. Rogó á la Superiora y al Abate Perigueux que le permitiesen ver cada día un ratito á su hija para darle buenos consejos. Y la infeliz sólo supo decirle y repetirle siempre y cada día lo mismo: que aprendiese bien las cosas de Dios para saber soportar cual- quier desgracia si por culpa ó sin ella le sucedía en la vida. Increíble parecía que con todas sus enfermedades y achaques pudiese vivir mucho tiempo; y sin embargo, gracias á la tranquili- dad de su espíritu confortado con los sacramentos y con los buenos consejos, vivió todavía en el hospital 17 años. Leonita, su hija, era el encanto de las Religiosas. Todas notaban en ella una timidez tan grande en disgustar á nadie, y sabre todo un sufrir tan absolu- to antes que pedir para sí ni lo más necesario, que en cierta o0ca-

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