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A O a e 500 Historia de una Cubana Efectivamente, y con ellas puestas había salido de Cuba. Eran unos anillos, oro macizo, rodeados de brillantes rosa, y tenian grabados en su interior, uno Elisa, otro Biren. —¡Cosa más singular! —observó Elisa—hoy mismo hace dos años que mi papá me regaló ese capricho como recuerdo de mi sa- lida del colegio y entrada en el mundo. —Pues si son suyas, guárdelas. Será que los ladrones las ven- derían á los judios-- dijo D.* Brígida. Y esto mismo hizo notar á Saunier cuando éste fué á la fonda á reclamar su regalo de boda. Pero no se atrevió á recordarle su falta de reverencia al Abate porque siete veces cae el justo. El Abate Perigueux unió todo aquel desenlace con los antece- dentes de aquel desconocido parisién é improvisado amo de la casa, pero se guardó muy bien de decir las sospechas concebidas. Y más todavía ató cabos sueltos cuando al mes siguiente se presentó el antiguo amo diciendo que era otra vez propietario, pues el com- prador, por razón de un viaje urgente y necesidad de fondos, le ha- bía rogado se la quedase en la mitad del precio. Saunier, después de la entrevista para él desgraciada, pensó que podían comprometerle las pulseras que tan imprudentemente había dado. Eran la última joya que le quedaba de cuanto se llevó en la arquilla. Sus enormes vicios y despilfarros lo necesitaban to- do; el juego y las mujeres que mantenía le desplumaron luego. No había contado él con semejante desenlace. Poco se había figurado él que Elisa, en el estado cadavérico en que se la retrataba doña Brígida, llegase á ver las tales pulseras, que apenas servirían sólo para llenar las apariencias con la madrina de boda. Con un sí de Elisa, ocho días antes de morir, ó de matarla, que era lo mismo, veía él ya facilísimo reconocer por suya á la niña, obligar á la madre á un testamento inmediato á la boda, en el cual nombrase heredera á la hija, á é6l por supuesto tutor, presentarse en la Ha- bana con todos los papeles legalizados, y entrar en casa de su sue- gro un día ú otro por razón ó por justicia. — Mis millones,..-—decía Elisa al Abate —no los tengo ya, ni los quiero, Miedo me darían más que gozo. Para mi hija no quiero más dote que una instrucción religiosa no superficial, sino profunda, y que aprenda á ganarse honradamente la vida. Si yo dejase á mi hija sin religión y con millones, moriría convencida de que había
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