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A A E 486 Historia de una Cubana tros. Sólo Dios sabe cuánto has de vivir, pero á lo que se vé, en cama ó levantada pareces siempre difunta con todos los sacramen- tos y á quien el cura no sabe ya qué hacer. Y pudiendo dejar bien á esa criaturita que tienes en el colegio, ¿la vas á dejar sin padre y sin nada? —No, no y no. No me hable V. ya más de eso. Es mi última palabra. —Pues hija, yo no me atrevo á presentarme con ese no á un hombre que ha merecido un sí en sus santas peticiones. Me veo ahora más atada para comunicarle la resolución del caso, de lo que me veía para proponérselo á V. Bien decía el buen señor, como inspirado de Dios, que no todas las personas comprenden el bien que se les entra por las puertas y que algunas aún conociéndolo le cierran la casa. ¿Pues qué más puede pretender esa mujer?—decía para sus adentros, ya en su fonda, D.* Brígida. ¡Mejor partido! De buena gana lo hubiera recibido ella para la menor de sus hijas, Berna- bea, joven de 32 años, tan considerada y atenta que jamás había dado á un hombre el menor disgusto diciendo que nó respecto á casarse. Y no hubo más remedio, en la primera entrevista con Saunier, D.* Brígida, con una gran pesadumbre retratada en toda su anchí- sima cara, tuvo que decirle que Elisa, inconsiderada, no quería casarse con él. —No importa, señora. Yo adoro la Providencia de Dios en to- das sus maniféstaciones. Me priva de una de las obras, que á juicio mío, hubiera sido más grata á los divinos ojos. ¿No acepta mi sa- erificio? no soy digno todavía del martirio. Voy á permitirme una observación, y V. la dispensará en estos labios profanos. Recuerdo haber leído en el santo Evangelio que cuando N. S. Jesucristo quiso lavar los pies 4 Pedro, el santo após- tol lo rehusó conociendo la inmensa desproporción, la grandeza del que quería humillarse ante la bajeza de él. No lo consintió en manera alguna por más ruegos que le hizo Jesús. Pedro no com- prendía el misterio de tanta claridad, humildad y amor. No obs- tante el divino Maestro para llevar á cabo y dar tan grand8 ejem- plo á los grandes para con los pequeños, dejó el ruego y la tierna insinuación y le amenazó si no cedía. Yo, señora, pensaba que

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