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464 Historia de una Cubana en el suelo cinco de los seis luises. Poco pensaba Elisa que aque- llos luises eran cambio de sus onzas de oro. A Saunier no le cupo la menor duda que la señora había salido por alimentos, tan precipitada, que ni se había cuidado de cerrar la puerta ni de recoger las demás monedas. Ella vendrá, —pensó. Sentóse unos momentos y encendió un cigarro, esperando con- fiado. Al tirar la colilla á un rincón, brilló á sus ojos el luis que faltaba, pues hasta allí había rodado.—¡Toma!—decía recogién- dolos y guardándolos otra vez en su bolsillo —pues ésta no ha ido á comprar como yo creía. ¿Y dónde ha podido ir? ¿Y si vendrá? Con bastante inquietud se levantó del asiento que ocupaba cerca de la puerta, dió alguna vuelta y paseó hasta el balcón, se asomó á ver si por algún Jado la veía regresar, y cuando ya can- sado de esperar se resolvía á marchar, notó desde el balcón que venía por la acera una señora muy pesada, y que en vez de se- guir adelante, entraba en la casa. ¿Qué puede ser esto? No tardó en saberlo. La señora D.” Brigida, con toda la calma exigida por sus años y volumen, subía la escalera y se acercaba á la puerta para llamar. La vió abierta, y sin atreverse á entrar, á pesar de su confianza, llamó á Elisa con voz de amistad y compasión. Sau- nier se presentó en el acto. —¡Jesús! —exclamó D.* Brígida al encontrar lo que menos pen- saba. No tema, señora. Somos dos los que buscamos á la inqui- lina que acabáis de nombrar. Yo la he llamado dos veces, tres, y me he temido una desgracia al no ser respondido á mis reiterados llamamientos. Como propietario de la casa me he tomado enton- ces la libertad de entrar, y aquí no hay nadie. —¡Pobre Elisa! —repetía la señora—una desgracia, en efecto, y muy grande. V. no sabrá; la han robado. —Yo, señora, no sé si no que acaba de avisarme mi adminis- trador, que no sólo no ha cobrado el alquiler, sino que ha oído á la niña pedirle pan con acento tan agudo que indicaba bien la ne- cesidad de la hija y de la madre. Al momento les ha traído, y di- ciéndoles que esperasen, á mí me ha avisado lo que ocurría. —¡Ay, Jesús! ¿Pues era su administrador el que entraba aquí á eso de las siete con un pan, que será seguramente ese que está ahí sobre esa silla?

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