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Novela histórica 459 sacara. A la media hora volvió con un recado de D.* Brígida pre- guntando si quería que diese parte á la justicia, y que de todos modos allí en la fonda había siempre para ella un pedazo de pan. No supo qué decir, y se encogió de hombros por toda contestación. Ese día en que la criada marchó, Elisa pasó sin desayunarse en todo el día. La niña buscaba inútilmente mendruguillos de pan en la cestilla, y tenía que contentarse con las migajas desprendidas de los últimos. En otros viajes no encontró ya migajas ni en el fon- do, ni adheridas, la cesta completamente limpia. Noche terriblees- peraba á madre é hija. La niña lloraba, y atravesaba el corazón de su madre en cada palabra pidiendo pan. Trató de dormirla en su regazo y no lo pudo conseguir. Pan... pan...—era cuchillo que martirizaba sin cesar sus oídos, su corazón y su alma. La dejó en la cama llorando, como quien la tira de sí, y se fué al rincón más apartado de la casa por no oirla, y á llorar ella también. El mie- do, el hambre y el abandono de la criatura hacían más vehemen- tes sus ayes. Elisa no pudo sufrirla más. Volvió, cerró la puerta del piso, y se dirigió á la niña con intención de ahogarla dejándose ella morir de hambre después; pero lo hizo con ademanes tan bruscos, desesperados é imponentes, que la niña asustada calló en el acto, como si la hubiera satisfecho todas sus necesidades. Ante este cambio súbito del angelito, Elisa experimentó un consuelo y se contuvo sin saber por qué. La niña no chistó en toda la noche. A veces se despertaba extremecida abriendo sus ojos con intensísimas miradas de hambre, semejante á esas lámparas que agonizan por falta de aceite y á intervalos reconcentran toda su luz dando á la vez señales de vida y muerte. Otras veces extendía sus manecitas como si tuviera que huir de una fiera que quisiera devorarla. Elisa pasó la noche sin descanso, sentada en una silla. Al despertar la niña, bien de mañana y como quien sale de un letargo, lloraba de hambre reprimiendo los sollozos, y se tapaba con la ropa la cara. Elisa, que no había sentido todavía los cari- ños de la maternidad, sintió en este momento las voces de la con- ciencia y las luces de la razón.—Hija mía... no morirás de ham- bre, no morirás. Se lanzó á la cama para vestirla, abrazándola y cubriéndola de besos. La niña se asía cuanto podía con las mane- citas y con los pies á la ropa dentro de la cama. Tenía miedo de salir.—No morirás de hambre, hija mía, quiero darte pan. Tomó ar AS

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