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Novela histórica 455 oro para confites; que Elisa prohibió en absoluto recibirlos con mu- cha extrañeza y hasta irritación de la criada, y que la criada si- guió recibiéndolos para sí, sospechando muy bien Saunier que ella se los quedaba y que ni siquiera compraba dulces para que la niña no lo dijese en casa, ¿que para si? ¡vaya si compraba! y otras cosas. A Elena le remordía la conciencia renunciar los luises; mayor- mente desde que su novio, el cabo furriel Houchard, con su exce- sivo fumar, le iba consumiendo los ahorros para el estanco y be- bida, y á ella le había hecho sabedora de un impensado descubri- miento. Elena tenía un solo diente, único que resistió á la metralla de dulce que acabó con toda la familia. A él le había aprovecha- do todo. Era grande, largo, muy á la vista, muy destacado, pare- cía centinela encargado de dar el alto á cualquier hueso de melo- cotón que intentase pasar de contrabando. Dueño de mucho campo, como heredero de muchos testadores consanguíneos y afines. Su buen cabo, guiñado de ojo, tuno de siete suelas y pillo redomado, había leído en un librito de higiene dentífrica, sobre la convenien- cia de conservar blanca y limpia la dentadura, «quitad un diente á la hermosa Elena y no habrá la guerra de Troya». En mal hora había dicho á su hermosa pagana lo que se leía de su Santa, res- pecto al diente; la pobre homónima se persuadió que debía cuidar con todo esmero aquel escándalo viviente de tantos hermanos, her- manas y primos difuntos. En consecuencia no podía ella renunciar á los luises de Sau- nier, no sólo por el tabaco para el enamorado de su diente, sino por tantos cepillos como desgastaba en aquella pirámide egipcia que dominaba el desierto, y por tantos polvos, aguas y potingues como empleaba á la mañana y á la tarde. Alguna vez la reconvi- no Elisa por su prolijidad en el lavado con perjuicio del fuego en la cocina, y ella contestaba muy ufana: «quitad un diente á Santa Elena y no habrá la guerra de Troya». Y quedaba tan oronda, pen- sando que mientras ella conservase aquel prodigio de hermosura, envidiarían á su cabo desde el sargento arriba. Y ella, que hasta entonces había hecho la caricatura de sí misma, cerrando bien la boca para que no se viese aquella cruz, que indicaba un cemente- rio, después lo enseñaba con vanagloria, como si fuese un faro cu- ya luz debiesen mirar transeuntes y navegantes. DAA ARA IR A A “ ¡$_A<H=>=>A A A SI
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