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e a ita AA A a w. vez os pregunto—le decía apuntándole y en actitud resuelta —con- testadme, y si no, la pistola pondrá punto final. ¿Dónde está mi hermano León? —Mi vida doy por él. Salvad á nuestro hijo. Esta contestación desconcertó completamente á Carlos. El se había convencido tanto del dilema, que no se esperaba sino el más profundo silencio, en cuyo caso era culpable, ó una de estas dos contestaciones: que ella lo había envenenado, ó que por convenio de los dos en tal parte estaba oculto.—Los apostados aguzaban el oído y no perdían palabra. Carlos, entonces, hubiera obrado se- gún la contestación, exigiéndole detalles para ver á su hermano, ó entregándola á la justicia. Jamás con todo aquel aparato fúne- bre, había intentado ni podía intentar otra cosa que intimidarla para arrancarle la verdad en un momento en que le hacía creer que pronto comparecería ante el divino Tribunal. —Elisa—le dijo por fin saliendo de su aturdimiento—vuestra contestación no me satisface en parte. En esta carta tenéis todas las pruebas de vuestra culpabilidad, de. vuestra complicidad por lo menos. ¿Dónde tenéis las de vuestra inocencia? —En casa; en la fonda. Carlos pensó un momento si Elisa, por el contrario, no habría sido una víctima, en todos sentidos engañada por su hermano, y se lo preguntó. —¿Mi hermano te ha robado? —No. —¿Te ha violentado? —No.—Después de un momento de vacilación. —¿Te sacó de casa por rapto ó de otro modo? —No. —¿Luego eres tú sola la culpable? —Solu. Absolutamente sola. —¿Pues mi hermano no te abandonó? —No. Jamás dí un paso por indicación suya, ni bajo su direc- ción, ni siquiera de común acuerdo con él. Desapareció antes de llegar á Santander. Carlos estaba cada vez más aturdido. —¿Me encargas salvar á vuestro hijo, y León está libre de toda responsabilidad?

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