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AAA e a ARANA MU OE E A E 440 Historia de una Cubana ron más y se detuvieron fatigados, contentándose con ver que el coche iba camino de Fuenterrabía y que de allí no se podía pasar. Se imponía el regreso tarde ó temprano. Había andado veinte minutos cuando el coche se detuvo frente á un convento de capu- chinos, abandonado desde el año 35, fecha borrón de ignominia para el liberalismo en la Historia de España. AlMí donde se detuvo el coche se levantaba una gran cruz de madera. Desde la misma carretera empiezan las escalinatas que dan acceso al atrio de la iglesia. Al atrio solitario pensó subir Carlos, ó entrar á los ruinosos claustros, más solitarios todavía. Alguna reflexión le determina después de parado el coche. A pesar de la soledad que allí reinaba y de la casi obscuridad de la noche, sin duda aún no le pareció el lugar bastante desierto. El coche volvió atrás muy poco trecho, tomó un camino sólo transitado por carretas de bueyes, dió la vuelta por toda la pared de la huerta, y se detuvo detrás, en lo que era entonces cemen- terio. Los dos hombres que caminando poco á poco habían notado la detención, el retroceso y toda la maniobra del coche, le toma- ron la vuelta, y sin ser advertidos, como cazadores en acecho, se apostaron en la esquina más próxima, desde donde podían, si no bien ver, por lo menos muy bien oir. Indudablemente la ocasión, les presentaba á boca de pistola la codiciada presa. Carlos el pri- mero saltó del coche, y le dijo: Elisa, salid, y haced cuanto os diga. Tenía ella toda la actitud de un reo abatidísimo puesto en ca- pilla, para ser ajusticiado. No se movía. Carlos le dió la mano, pero fué preciso sacarla del coche. —Arrodillaos... Elisa cayó tendida en tierra. Diríase que sin sentido. —Arrodillada ó caída, haced un acto de contrición. A Elisa no se le oía pronunciar palabra ni se le veía moyer sus labios. —¿No sabéis pedir á Dios perdón de todos vuestros crímenes? Oida esta palabra, Elisa abrió desmesuradamente los ojos. Era más de noche que de día; sin embargo, distinguió bien la mano de Carlos empuñando la pistola, cuyo caño le acercó á las sienes. La infeliz hizo un extremecimiento, y sin ánimo para decir palabra cerró los ojos echándose las manos á la cara. A su vez los dos apostados apuntaban á él.— Señora...—decía Carlos —están conta-
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