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AA IMAN 0 IAN ARO IA SA In Jo A A A AEPD tr 484 Historia de una Cubana A medida que cobraba algunas fuerzas las empleaba en impacien- cias. Rogó con instancias que la dejasen levantar para cumplir su palabra con una familia que la esperaba en Fuenterrabía. Los fon- distas guardaban la tarjeta que el día anterior diera al cochero, y comprendiendo que deseaba algo referente á ella, le dijeron que no podían permitirle levantarse hasta las diez que vendría el doc- tor, pero que si quería enviar algún aviso, estaban todos á su disposición para servirla. Pidió recado de escribir. Su estado ner- vioso le impedía sostener la pluma. No hacía sino mojarla, cargar- la de tinta como si en eso estuviese, pero nada se le ocurría que decir. Ellos le mostraron la tarjeta diciéndole, que si quería, irían á la familia indicada y le avisarían que estaba enferma en cama y que no podía ir, por si ellos tenían gusto el-venir. Elisa sonrió agradeciendo la iniciativa con muestras de aprobación. A las dos horas hubo contestación de palabra para el fondista. Le decían de Fuenterrabía que la familia Martinez desde el punto de la maña- na había emprendido la marcha de regreso á su pueblo. Que les había extrañado la precipitación de su prima, pues ni siquiera es. peraba á cumplir el mes de septiembre como otros años y como habían acordado sus sobrinos aún después de saber la muerte del Coronel. El fondista fué fidelísimo en transmitir á Elisa palabra por palabra. Nunca lo hiciera. Era todo lo que ella necesitaba para perder otra vez la cabeza. —Ya han sabido algo—gritaba como una loca—ya ha muerto ó ha llegado. Mi ropa, mis baules, el coche, todo, todo... tráiga- melo todo, y pronto, pronto á T... — Cálmese, señorita; si no os podéis mover ¿dónde iréis? Avi- saremos al Dr. Gorostarzu que venga cuanto antes y veréis lo que os dice. Si él lo manda, pronto lo tendréis todo. Elisa no escuchaba razones ni las entendía. Otra vez la fiebre, y con sus ademanes y apresurados movimientos de brazos daba á entender que se lavaba, que se peinaba y vestía. Esta vez D. Lucas prohibió en absoluto que nadie entrase en su habitación más que para obligarle á tomar caldo; pero que se guardasen bien de ha- blarle palabra, cuanto menos recibirle recado ninguno ni darle contestación. —¿Sabe V. de donde es, D. Lucas?—le preguntaba Mari Joseta por si moría. ay á esca dr Mii

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