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cb Et cp: AS 426 Historia de una Cubana que había á todos los puntos cardinales, pero... nada; ninguna de las casas á su alcance, y se veían casi todas, era digna de ser la de Martínez. Y T... no había otro, á juicio del cura, en toda la provincia. Un caserón, sin pretensiones de lujo, se distinguía más lejos, entre algunas higueras y otros árboles frutales. —¿De quién es aquella granja que se ve allá?—preguntó á la patrona. Ella le satisfizo al momento. —¿Cuála? ¿aquella? Pues por mal nombre el convento de los Martínez. Elisa tembló ante una segunda pregunta. No sabía cuál prefe- rir de tantas y tan comprometedoras como se le ocurrían. Algo le animaba ver á la posadera dispuesta á contestar más de lo que se le preguntase. Se enteró de cómo se llamaban los se- fñores propietarios, y coincidiendo con los nombres del Coronel y del capitán, no le cupo la menor duda de que aquel era su pueblo. —Pero no están en casa, —continuaba la mesonera sin que la otra le instase á hablar—mi cuñado hace de amo y está bien ancho todo el verano. Es el administrador. La familia está aún vera- neando en casa de sus parientes. —Yo traigo un encargo de Cuba para esa familia—dijo por fin Elisa despues de alguna reflexión—y ya que no está, quisiera ba- blar con el administrador, pues me urge la marcha. —Vicente... Vicenteee... Al grito de Mamerta se presentó nuestro conocido monaguillo que era su hijo. —Corre, díle á tío Lorenzo que quiere hablarle aquella señora rica. Corre, porra. El administrador, diremos mejor el casero, hombre franco y bueno á carta cabal, entró sin ningún recelo, metiendo la mano entre el zorongo y la cabeza como rascándose, aunque nada le pi- caba, y muy dispuesto á servir á la señora, que probablemente quería ver su huerta. —¿Vos sois el administrador del Coronel Martínez que estaba en Cuba? —Servidor de V.—Habiéndose revuelto todo él dos veces den- tro de la ropa, y no sin mirar antes á un lado y otro á ver á quien más se preguntaba.

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