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1 Eva A TO Moncayo de los aragoneses. Elisa salía de sí misma, y estaba ya sobre ascuas. Del Moncayo le habían hablado en Santander, y por allí estaba el pueblo deseado. Malón, primer pueblo de Aragón. Tal...—el pueblo de Martínez.—-Estuvo á punto de gritar Elisa. ¡Tal... el pueblo de Martínez! Elisa preguntó por una fonda. No la había. Tuyo que quedarse y hacer posada donde se detenía el coche un momento para tomar ó dejar la correspondencia, algún pasajero allí esperado con caballería y continuar después su mar- cha por otros pueblecitos como aquel pobrísimo de apariencia y realidad, hasta Soria, por Agreda, donde se unían las galeras de Chori, que de Pamplona por Cintruénigo iban á Madrid. Elisa no comprendía que en aquellas casuchas de barro y algu- na piedra, pudiese la gente conformarse á vivir, no teniendo ni plazas alegres, ni fuentes caprichosas, ni árboles frondosos, ni pa- seos, ni nada que pareciese bien á la vista. Ella se sorprendía de todo, pero ella era mucho más sorprendente para aquellas gentes sencillas. Qué modo de avisarse unas á otras á la calle, y de lla- marse la atención sobre ella las mujeres. Habían visto alguna per- sona morena, ¿pero tan negra? ¡Y qué lujo que lleva!—se decían al oído y entre dientes, y con movimiento de cabeza y de ojos. Luego corrió por el pueblo que había venido una mora vestida de seda la cara y todo. Elisa no comprendía la extrañeza de aquella gente. Pensaba ella que lla- maba la atención por otra cosa más grave. Los emisarios continuaron el viaje pensando muy bien que era comprometido quedarse en un pueblo tan reducido. Al fin, no hay tren—se dijeron—basta, pues, que estemos á la mira cada día sa- liendo al coche que va y viene, por si hay movimiento, y podemos apostarnos en cualquiera de los pueblecitos inmediatos, de donde podemos mejor empezar las pesquisas hasta llenar nuestro objeto. ¿Qué puede durar esto? El está aquí infaliblemente. —Lo extraño es que no haya salido á la fonda de Tudela, ni si- quiera esperarla ahí, en esa posada del pueblo. —Pues no te extrañes de nada, Sebastián, —decía el francés á su compañero, estos ricos saben más que nosotros, aunque nos- otros tengamos mejor corazón. Cuando ellos se avisten, si tú pudie- ses oir las razones que se darán, quedarías convencido de que así y no de otro modo debía llegar ella.—¿Quién sabe los miramientos

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