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A os 402 Historia de una Cubana razón le dictaba desandar los malos pasos. Cerró, se guardó la lla- ve, y mandó preparar el coche. Vistióse inmediatamente con todo el lujo de costumbre, tomó la tarjeta, y se dirigió á la Capitanía. El General la recibió en el salón de confianza, luego que fué anun- ciada su visita. —¿Y á qué debo, Elisita, tanta honra y tanto honor?—Decía el General lleno de afabilidad y cortesia, mientras le señalaba el sofá y se sentaba él casi á su lado en una butaca. —Es mío el honor y mía es la satisfacción de volver á verte, pues no te había saludado desde la noche del baile de gala en el gran salón, ahí, ¿te acuerdas? Ahora es papá quien me proporciona esta ocasión de saludarte otra vez en la Capitanía. A él debes agrade- cer la visita. —¿Y cómo están los papás? Mira, General. Papá me envía con la misión de hacerte una súplica en su nombre. El no puede venir ahora por su delicadísi- mo estado como os lo dice, creo, en esa tarjeta. —¿Y por qué no se ha tomado él la libertad de hacer lo que piensa suplicarme, y así me hubiera probado la confianza que en mí tiene? Todo esto lo decía el General sacando del sobrecillo abierto la tarjeta de Biren, en que le suplicaba atendiese á la petición de su hija. —Sin duda alguna, General, que mi papá os tiene enterita con- fianza, y os lo prueba enviándome á mi, niña sin experiencia, para una petición que puede ser inoportuna, y en cuya concesión puede haber inconvenientes. He ahí por qué no podía tomarse con su mano lo que pide. —No hay tales inconvenientes si en mi mang está vencerlos. —Gracias, General. Aquí Elisa expuso en pocas palabras el objeto de su visita, y con una medio sonrisa en la boca, y los ojos algún tanto suplican- tes, esperaba la respuesta del General. —¿Pero nada más que esto? —Preguntó cuando hubo leído lo que Elisa había escrito y dicho. —¡Anjá! ¡Anjá! (1) y os quedaremos los papás y yo eternamen- te agradecidos. (1) Anjá, en Cuba, Es nuestro ¡Ajá!
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