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Novela histórica 391 tos en Cuba, ni en el mundo. Sacó del bolsillo del chaleco un peso isabelino, y lo echó al aire haciendo seña á Martínez para la elec- ción de armas y derecho á tirar primero. Este dijo cruz. La moneda cayó, rodó un poco, y quedó casi de canto recostada en un remolino de hojas, pero enseñando la cara. —Sin duda—dijo Martínez—no quiere Dios que efectuemos el duelo. El negro le dirigió una horrible mirada á soslayo, y sin pro- nunciar palabra tomó la moneda y la tiró otra vez al aire. —Cruz—repitió otra vez Martínez.—Y cayó perfectamente cara. Juan eligió la pistola. —¿A cuántos pasos? —preguntó Martínez. —A veinte. Cada uno se retiró en línea recta diez pasos, y quedaron á veinte de distancia. Hicieron doble derecha, y estaba el uno perfecta- mente frente al otro. El capitán cruzó los brazos, y con los ojos abiertos, sin más preámbulos, sin más padrinos ni señales de una, dos y tres, espe- raba que Juan hiciese la puntería á su gusto y descargase. Sonó una detonación seca que instintivamente hizo al capitán cerrar los ojos y mover ligeramente la cabeza. La intención del negro había sido hacer blanco en la frente. La bala pasó silbando, aún lesionó un poco la sien derecha. Tocaba la vez á Martínez. Para éste era infalible hacer blanco en el negro donde quisiera, y á mucha mayor distancia, mientras la bala alcanzase. Ya á los 21 años, peleando contra el ejército carlista, poco an- tes de la traición de Maroto, había recibido del General Espartero la primera estrella por su ojo certero en todas las ocasiones. Levantó la pistola, hizo la puntería, y aún tuvo serenidad sufi- ciente para preguntar á su contrario, si quería sólo una herida. —Tira, cobarde. No quiero deberte la vida. Y fueron estas sus últimas palabras. Dió media vuelta y cayó tendido. El proyectil le había atravesado el corazón. Martínez arrojó lejos de sí el arma homicida, y se disponía á marchar tan tranquilo como había venido, cuando oyó dos tiros dirigidos á él casi á quemarropa, pero que afortunadamente no