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TR ns pora TNni 3874 Historia de una Cubana Y ella dice que está resuelta á casarse con él contra tu voluntad y la mía y la de todo el mundo. Aquí Biren rugió de ira, y juró por todos sus intereses que an- tes los daría á comer á la justicia que al deshonrador de su familia: y que aunque tuviese más estrellas que el firmamento, él lo estre- llaría como á un huevo. La familia sabía muy bien, que con esto quería decir que paga- ría asesinos, seis si no bastaban cuatro, pero que el tal capitán caería á su filo. Elisa al oir tales arrebatos desde su contigua ha- bitación, calificó á su madre de imprudentísima, y no creyéndose segura cerrada por dentro ni confiando ya en nadie de casa, temió el primer encuentro con su padre, y huyó á la casa inmediata, que era la de su amiga Clarita. Acertó en esto, pues su padre estaba tan fuera de si, que, sin previo aviso, hecho una furia, y sin más llamar, se entró golpeando las puertas por todas las habitaciones de su hija. Una camarera temblando avisó al señor que la señorita acababa de salir. —¿Dónde ha ido? —No sé, mi señor. Pero no habrá ido lejos, pues ha salido pre- cipitadamente sin doncella, sin mantilla, sin sombrero. Luego se le ocurrió que se habría refugiado en casa de su ín- tima amiga, y allí se fué, siguiéndole su señora llorando. Ya Elisa había rogado á Clarita que la encerrase inmediata- imente en una habitación, y que antes de permitir entrar en ella á su padre, le proporcionase un puñal ó un veneno. —Pero, hija, Elisa, ¿qué te sucede? Y como viese que Elisa temblando buscaba una silla, la pared, un punto donde apoyarse para recostarse y no caer en tierra, Cla- rita la sostuvo con sus brazos y la llevó á su dormitorio, á su mis- ma cama y allí la dejó cerrada corriendo al escritorio en busca de su papá. No tuvo tiempo de llegar. Ya en el paso se encontró con los padres de Elisa; él furioso, ella llorando. —Pero señores ¿qué pasa? —¿Dónde está Elisa? preguntó el padre clavando en Clarita sus blancos ojos ensangrentados entonces por la ira. Clarita temió un atropello, pues habían entrado hasta sin anun- ciarse, bien que la confianza les daba derecho á ello. Con una seña les indicó que la siguiesen, y aconsejándoles calma, les fué diri- y

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