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Novela histórica 29 nuestra vida. Sentada junto á Orlando, mi hija estaba deslumbra- dora, para ese acto que debía terminar por señalar el próximo día de la boda. Yo la había ataviado con sus mejores galas y adornado con sus más valiosas joyas. ¡Pobre hija mía! No puedo recordarlo sin lágrimas... Pronto se quitó las joyas, acaso para no volverlas á lucir jamás. ¿Cuál fué nuestro asombro al oir decir 4 Orlando, que jamás se casaría él con su hermana?... Y en el timbre de su voz, y en la sorpresa de su mirada, y en los gestos de sus manos demostraba la mayor admiración y repugnancia, cual si le hubiésemos propuesto cometer el crimen más atroz... En vano era recordarle la historia de la familia desde su origen, desde la llegada de su padre á Berlín, su propio nacimiento; etc.,etc. El se lo sabía todo muy bien. A mí se me arrasaron los ojos de lágrimas; mi hija cayó desmayada; él pu- do sostenerla en sus brazos y cubrirla de besos llorando como yo y llamándola hermana con sin igual ternura. Su padre, consternado, hombre de energías y pocas palabras, se levantó, y como dando una satisfacción á lo mucho que él juzgaba nos debía, se dirigió 4 su hijo en tono seco, diciéndole: Orlando... ó eres su esposo, ó no eres nada. Ciertamente, en medio de la verdad, fué algo duro su padre. Dos años han pasado desde aquella infausta fecha, y la si- tuación no ha cambiado en lo más mínimo. Mi hija cada día más avergonzada y más enamorada. Yo la envié con su padre á viajar por Londres, Paris, Viena, Madrid; por Europa y por América un año entero. De cada hotel una carta para su hermano, Pero no carta de hermana; carta de amante progresivamente apasionada. Su padre, más razonado, una vez desde Buenos Aires escribió, que en todas las reuniones, y en todos los espectáculos, y en todos los coneiertos, y en todas partes, Raquel era una planta exótica, una nota discordante de la armonía universal, que hería los oídos por lo desafinada, pues tan fresca se quedaba diciendo que hacía frío achicharrando el sol, como que era ya de noche á las doce del día, que no la había distraído ni Montevideo, la tacita de oro, ni el be- llísimo Chile con sus encantadores paisajes y lindas ciudades como Los Angeles y su feracísimo campo, Concepción con su Biobio, Val- paraiso con su hermosa Bahía, ni Constitución con sus soberbias plazas, ni el mismo Santiago con su incomparable cerro de Santa Lucía. Que ella no podía distraerse, ni disfrutaba en las magnífi-

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