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E Pm A e A 1 ID IDS ARIURE < A o 04 UY 4 EY EU 4 Ea CAPÍTULO XXIV Dios y su Padre EREFORD, temblando antes de abrir la misiva, y extre- Il meciéndose después de enterado. ¿Qué le decían de la logia? Poca cosa. 1.” que habiendo hecho esperar in- útilmente á la Venerable Asamblea se había hecho acreedor á los más severos castigos señalados en el código; 2. que al día siguien- te á las siete en punto de la mañana, tendría en los alrededores de Palacio quien le esperase para acompañarle á una Iglesia católica y recibir ante testigo la maldita forma (1) que debía presentar en la Asamblea luego después á las diez, No se nos ocurren palabras con qué expresar el efecto que la lectura produjo en el General. Como herido por un rayo cayó en tierra, tan largo como era. Abarcando de un solo golpe de vista todo el significado y toda la transcendencia del laconismo, había sufrido un desvanecimiento. Volvió en sí, se dió cuenta de su sole- dad, y después de breves momentos, casi sin voluntad, ni fuerzas, procuró levantarse, Ya no se fió de la butaca; miró hacia el sofá, y fué á sentarse y recostarse en él. Su pesadumbre era grande por no haber marchado con su hijo. ¡Qué frío! ¡qué sudor! ¡qué abatimiento! ¡qué indecisión! El reloj de la pared le marcaba las diez. —¡Las diez! ¿Qué será de mí mañana á las diez? (1) Léase Hostia consagrada, Es lo que le dijeron al oído junto al túmulo en la penitenciaría.

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