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344 Equivocación... —Sií, yo quiero casarme, y tan indisolublemente, que nadie, ni V. por autoridad, ni yo por capricho, pueda descasarme. Lo que Dios ha unido el hombre no lo separe. Raquel se convenció por un momento, de que á lo menos dos cosas tenía de bueno el papismo. Una Orlando, otra la indisolubi- lidad del matrimonio. —Por eso quiero casarme —continuó Orlando—como Dios man- da y ante quien Dios me manda. V. no tiene la misión de repre- sentarme á Dios. Mi cura párroco recibe, sin interrupción ningu- na, la misión y jurisdicción desde Jesucristo, que instituyó el sa- cramento y elevó á dignidad el matrimonio de los cristianos. Usted no tiene esa misión y jurisdicción sino desde Lutero, y por tanto, no la tiene de Jesucristo, sino de un apóstata de Jesucristo; y no se la podía dar á su sucesor, ni al otro, ni al otro, ni á V. por que él tampoco la tenía desde el momento en que se la quitó en nom- bre de Jesucristo el mismo que en nombre de Jesucristo se la había dado, León X, sucesor legítimo de Pedro, que fué el primero que la recibió de Jesucristo, con potestad de comunicarla ó retirarla. —Es que aquí, el tan cacareado Concilio Tridentino... —Yo prescindo de su promulgación ó nó. Ruego á V. por otro lado no poner en su boca el Concilio Tridentino sino para tratarlo con toda veneración y respeto. O diré mejor, ruego á V. teng: por terminado este incidente y esti conversación. No me caso; no doy mi consentimiento sino ante mi cura párroco y dos testigos. El conflicto era imponente, el caso inaudito, y jamás visto ni creído por aquella selectísima concurrencia. El silencio era el de las tumbas. Hubiera podido percibirse el duplicado latido del corazón de Raquel. Pronto nn murmullo gene- ral rompió poco á poco el silencio dicióndose unos á otros: ¡qué impiedad! ¡y qué desconsideración! Pero en fin, es lo mismo que les case ese otro señor, el papista. Martina hacía rato que estaba re- cordando y entendiendo aquellas palabras de su ilustre consejero: «vence prácticamente si se presentan algunas dificultades sobre... cierra los ojos, y adelante». El venerable Weigaud miraba en todas direcciones con asom- brados ojos. Algo buscaba que le sacase de aquel embarazoso estado. Martina le llamó aparte para desagraviarle, y dejó libremente

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