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A 26 Equivocación... exacta é ininteligible. Mi esposo era hijo heredero del poderoso ban- quero judío Abraham Bamberg, de quien heredó una más que regular fortuna. David era joven, de ambición. Admiraba los talentos hacen- distas de su íntimo amigo Klopstoch, y formó un proyecto, para el cual, contribuyeron los dos con fuertes sumas. Bamberg propuso á Klopstoch pasar á Norte América ó á las Antillas con su gran capital 4 comprar al por mayor tabaco, café, azúcar, azafrán, cacao y té, poniendo Bamberg el depósito en Berlín, y agentes para el despacho en todo Alemania. Las ganancias á medias fueron fa- bulosas durante diez años. Una vez nos escribió Klopstoch que te- nía enemigos. Dos meses seguidos llegaron los correos sin carta. Esto alarmó á Bamberg. En el tercer correo, en vez de carta se presentó él mismo en Berlín diciendo que por no desgraciarse ha- bía realizado todo y se volvía. Que también su persona había peli- grado juntamente con sus intereses ante la envidiosa Compañía inglesa Router, que se había propuesto por todos los medios justos ó injustos arruinarle y matarle. Que gracias á la providencial in- tervención de un transeunte que á las voces de socorro acudiera había escapado con vida en el asalto de dos asesinos. Que no que- ría más negocio y que tenían bastante para ser los dos archimillo- narios. ¡Pobre Klopstoch! qué poco había de disfrutar de su trabajo! Del susto le resultó una afección al corazón que le mató en flor y le llevará al sepulcro. Klopstoch tenía una hermana de 22 años. Mujer más hermosa no alumbró jamás el sol. Era de mi edad y juntas nos habíamos educado en Londres. Desde niñas simpatizábamos más que her- manas. Ya mayores y fuera del Colegio éramos inseparables; y así se nos conocía y se nos llamaba en Berlín, las inseparables. Juntas á los bailes, juntas á los teatros, á las joyerías y comer- cios, y con la misma modista siempre igualmente vestidas y ador- nadas. Pero yo hacía marco de oro á su belleza. ¿Véis mi hija? ¡le ganarán pocas mujeres! pues mi amiga era todavia mucho más bella. Era una verdadera estatua griega en todas sus esculturales formas. Ella no tenía padres y su hermano la adoraba: yo como si no los tuviese. Era mi papá el Pastor Martín, Arzobispo de Ber- lin, hombre bueno como pocos, y en mi casa no habia más volun- tad que la mía. Alguna diferencia de rito había entre las dos, pero

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