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Novela histórica 25 —Ninguno. Basta que lo pidáis ó lo indique el General. Pero os ruego que no lo hagáis; porque aparte que ofenderíais á mis dignas hermanas, sabed que cuanto veáis eu mi para el alivio de vuestro hijo lo tiene ya duplicado á su servicio. —Bien, bien. No hablemos más de eso. Y como os cuento segu- ra, ahora con doble motivo os prevendré lo que ya antes quería preveniros cuando os he llamado; y confio que en vuestro ingenio encontraréis recursos para ejercer gran caridad con mi hija y con mi hijo. Y en breves palabras le refirió que David, su esposo, era judio, uno de los banqueros más fuertes de Berlin, Ella protestante lute rana, como su hija y como su hijo. Nuestra riqueza—prosiguió Martina—es inmensa; nuestro nombre es pronunciado con respeto aún por las personas reales de nuestro poderoso reino, á causa de nuestra colosal fortuna. Pero nuestra felicidad, que debía ser á 1 proporción de nuestro capital, ¡ah! nuestra felicidad... no existe, ¿Quién nos hace infelices? Orlando. Ese Orlando, hijo mio, que con un sí, haría de nuestro palacio un paraiso; y si muere ó si vive con su nó, ha de hacer un cementerio. Jamás en nuestra reducida fami- lía se ha roto la paz ni hubo un disturbio, ni disgusto; pero adora- mos á nuestra hija y nuestra hija es infeliz haciendo infelices á to- dos los demás; Le sería á ella tan difícil dejar de decir sí, como á nuestro hijo dejar de decir nó. La muerte les vendrá untes que se armonice en los dos un sí ó un nó, que nos haría á todos felices. Y si Orlando muriese... ¡Santo Dios! Raquel habitaría su tumba, dentro de sus cenizas frías, mejor que en el corazón palpitante de cual- quier hombre. De todo esto ¿tiene la culpa el General Hereford res- pecto de su hijo, y respecto de mi hija yo? Creo que la tengo yo res- pecto de los dos. Acaso la tenemos él y yo cada uno por su parte. A los dos nos ha cegado el cariño. El también idolatra á su hijo único. No ha tenido otro; nosotros no hemos tenido otra. ¡Raquel... Ra- quel... mujer más feliz no había existido. Tenía siempre á todas horas, en su misma casa, lo que más amaba, mi hijo: Orlando, que era todo su amor, y todo el lleno, y todo el gozo de su corazón. ¡Raquel, hija mía!...—Martina sintió que á sus ojos se agolpaban las lágrimas. Sin duda habéis extrañado—prosiguió—que algunas veces llamé á Orlando hijo mío. Os debo más correcta explicación. La fuerza de la costumbre en expresarme así, me hace ser menos

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