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330 Equivocación... —Y pues, que difícilmente podremos evitar lo que ninguno queremos. —Le he dado á esto más vueltas que tú, y me tiene pero muy preocupado. ¿Quieres que muera tu hijo? —¡Claro! Pues ha de haber una víctima... Lo verás. En la con- ciencia de todos, y toda la vida, se ha impuesto ese matrimonio. No es ya para nadie un secreto la apostasía de Orlando y su cam- bio de la fe pura al papismo. Hasta los diarios, de ellos por su- puesto, trajeron la noticia de que á luego de su llegada á Berlín se le había visto en una iglesia católica, cuando los nuestros sólo anun- ciaron que había regresado ya el bizarro hijo del General Hereford. Que ahora no se haga la boda por esa causa, queriéndola él, ha de ser un escándalo, ha de ser un conflicto, se ha de ocupar toda la prensa, ha de hablar en el Reichstag y en el Landtag Vindthorst, Wallinckrodt, Reichemperger, Franckenstein y todos los Diputados del centro católico. Temo que en ese asunto quisie- ran envolver el nombre augusto de S. M. R., lo de menos sería el mío, aborrecido ya para ellos. Tú verás, Martina, que esos cana- llas, han de tomar pretexto hasta de esa insignificancia para hun- dir el Rulturcampf, si pudieran. He ahí por qué no juzgo conve- niente hablar al Rey. Siempre nos quedará poder decir que otras causas habían impedido la boda, pues lejos de oponerse $. M., el mismo Soberano la esperaba. —Pero á tí no se te ocurre un medio de impedirla sin que $. M. se vea comprometido en lo más mínimo? —Ocurrirme... ciento. —Guárdate noventa y nueve, pero dame uno tan seguro que jamás la tal boda se realice. —Martina, creo debemos ser prudentes. Tu hija es más podero- sa que tú en este asunto, y sin duda más avispada. —¿Eres tú quien lo dice? —Lee esa carta—dijo Bismarck sacando de su escritorio y po- niéndole en sus manos un papelito —la prueba al canto. —Pero, esta carta ¿de quién es?—opuso entre incrédula é irri- tada. —Lee la firma. Ella canta. —La firma es de mi hija.

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