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Raquel estaba en su guardajoyas entresacando las que debía llevar puestas el día siguiente en señal de regocijo hasta el despo- sorio, y las que debía tener preparadas para el viaje. —Me he acostado y levantado no sé cuantas veces. No tenia paciencia. Hay tan poco tiempo, mamá, y te veo tan tranquila. —Se vé, hija mía, que has perdido la cabeza. ¿Qué divino Behring te ha visitado que así te ha devuelto la salud al cuerpo, el gozo al corazón, y la alegría al alma? Y sobre todo ¿qué loco te ha contagiado? Martina hacía referencia á la escapatoria de Orlando. —Mamá, sabes que ha estado Orlando; y sabes, ó debes saber, y que te conste si nó desde ahora, que de aquí á ocho días nos casamos. ¿No es esto para sanar moribunda, y para resucitar de gozo aunque estuviese muerta de pena? Si tú no participas de mi felicidad, no te opongas á ella. Llámame loca, pero por mi vida no me quites la ilusión; déjame en paz con mi locura. —¡Ya, ya! ¿Y quién ha señalado el término lejano de ocho días? —Yo, yo misma. —Y á tu arbitrio, ¿por qué no has señalado el día de mañana? Para que veas que tengo más prisa que tú, yo te prometo que ma- fiana mismo quedará todo arreglado. Cerró ella misma el guardajoyas, y quedándose la llave, envió á su hija á la cama. Al día siguiente solicitó una entrevista con Bismarck. —¿La banquera de Prusia honrando mi casa? —A molestarte, Canciller. —¡Cá! Hay siempre tiempó para tí, y es agradablemente em- pleado. —Gracias mil. Pero hoy necesito más que tu tiempo y tu be- nevolencia. Hoy necesito tu paciencia, tu influencia... y no'sé si decir también todo tu talento diplomático. —¡Vamos, vamos! cuanto quieras Bamberg, cuanto quieras— repetía Bismarck con sonrisa maquiavélica.—Mas díme antes có- mo están los viajeros, pues sé debían llegar anoche. —Y las viajeras. —¿Cómo es eso? —¿No lo sabes? Las dos papistas enfermeras que cuidaron á
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