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A Ñ ' i É + il ¡ 824 Equivocación... Pero los dos entraron luego porque ya no tenía lugar la muda pro- testa, ó la delicadeza de no herir sentimientos quedándose en la puerta. Había notado un cambio más bien que una modificación. Era aquel salón regio, en toda la extensión de la palabra. La ri- queza, el arte y el buen gusto le habían merecido visitas reales. Se llamaba de tronos, porque efectivamente en él había cuatro solios soberbios. Bajo dosel de azul turquí con franjas de oro y plata, destacándose de un fondo de púrpura, había un cuadro en ada una de las cuatro paredes, y todo recibía esplendor nuevo de artesonado riquísimo incrustado de nácar que semejaba nube del cielo. Toda la obra había sido un capricho de Martina porque la grandeza del salón se prestaba á ello. El primer cuadro, que estaba en la testera, era del cismático, bigamo y cínico Rey de Inglaterra Enrique VIT. Las víctimas de este excomulgado mo- narca sanguinario, fueron, además de 72.000, dos Reinas, dos Car- derfales, 20 entre Obispos y Arzobispos, 13 Abades, 500 sacerdo- tes, más de 100 entre Canónigos y Doctores católicos, 41 Duques, Marqueses y Condes, y 110 señoras de la aristocracia inglesa, que se opusieron á su apostasía. Al morir este coronado monstruo de lujuria, dirigiendo la mirada á los cortesanos que le rodeaban, les dijo: «Amigos mios, todo lo hemos perdido; el estado, la celebri- dad, la conciencia y el cielo.» El segundo cuadro se veía en el frontis de la. puerta de entra- da. Este representaba á la impúdica hija de Enrique VIII, á Isabel de Inglaterra, de medio cuerpo y casi desnuda, abrazando á aquel favorito Conde de Essey, Roberto Devereuy, de quien decía era la cabeza más hermosa de su reino. Esa vil Mesalina de los tiem- pos modernos, non satiata viris, que teniendo públicamente ocho amantes á sí misma se llamaba la Reina Virgen porque no se había casado ni por lo civil ni por lo religioso, esa hiena sangui- naria de católicos, allí estaba representada teniendo sobre su co- ronada cabeza á la Santísima Trinidad que la bendecía. ¡Ah! era una mujer de gran fe, que también había sabido per- seguir á los papistas... Martina la adoraba. En la cintura del retrato se leía lo que un ciego apasio- nado para adular á su Soberana robó á la Iglesia católica, di- cho sólo á la Virgen María porque sólo á ella le conviene de justi- cia.

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