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' i 4 $ . e E 306 Equivocación... —-Lo que es imposible convencerte á tí de que eres victima. —Antes creería que lo es él de la papista. —Tú no conoces á Orlando. Le has mirado siempre con el prisma del amor, y esa cualidad ciega al más lince. —Tú le conoces más que yo, mamá, y jamás has dicho de él tal cosa. Ahora le conoces menos, porque le miras con el prisma de tu odio al papismo, y el odio... es algo más opaco que el amor. Este, aun mirándolo todo color de rosa, no impide ver las espinas del defectuoso; pero el odio lo ve todo negro. Así, pues, mamá, te ciega el odio al papismo y no distingues que más que perversión ha sido en Orlando una flaqueza, y tan franca, que ni se cuida de ocultarla con la hipocresía. Y ya ves, de la flaqueza sincera, á la solapada y perversa hi- pocresía, hay un abismo, y Orlando no caerá nunca voluntaria- mente en él. ¿Orlando hipócrita?... Viéndole muerto le creería vivo, viéndole vivo, antes que hi- pócrita le creería muerto. —Tú conoces bien á Olando; lo mismo le conozco yo. Pero no conoces lo que es capaz de obrar el papismo, no conoces la meta- mórfosis que opera en la persona más recta, como él era, y yo puedo asegurarte con la larguísima experiencia de mis años, que á la virtud más acrisolada es el papismo lo que la carcoma á la madera, lo que la polilla al vestido, lo que el gusano á la fruta, lo que al león la calentura. Es inútil; mamá; no te canses. No todo vestido roe la polilla. Si Orlando fuese madera, sería cedro incorruptible, y manzana de oro si fuese fruta. No me lo presentes bajo la figura del abatido león calenturiento, porque tú en la mesa, creyéndole así, sin duda, le acometiste, hiena feroz, no cediéndote él ni un palmo de terre- no, y quedó vencedor y no vencido. —No quedarás nunca viuda, hija mía, te felicito, ni pasarás á segundas nupcias, porque viendo muerto y sepultado le creerás siempre vivo. Y si fueses papista cual es él, putrefacto y cuatri- duano como Lázaro, le juzgarías el vaso alabastrino de su herma- na Magdalena, un pebete lleno de esencias y fragancias, si ya no las percibias. Ego dixi. —Tu dixisti, . Sola Raquel, se perdía en cavilaciones. Sabía y bien lo que de-

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