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AO A E ii oo e A — e, 304 Equivocación... y tan distinto de lo que ahora le decía en la carta recibida, que no pudo menos de pensar así: Orlando nos va á enloquecer á todos. Os la esencia misma de la hipocresía. ¿Cómo desengaño yo á mi hija? ¿Qué efecto había de producirle la carta del General avisán- dome prepare totalmente el Palacio Klopstoch para el matrimonio, y para él y el Cardenal, pues me dice que vienen todos cuatro? Martina no se atrevía á pronunciar palabra que matase la ilu- sión de su hija. Cuatro días habian de tardar en llegar, y sólo pro- nunciaba una palabra de desengaño, le preparaba un martirio insoportable, y que por repercusión tendría que sufrir ella misma. Prefirió callar. Devolvió á Raquel sus papeles, se entró en su escri- torio llevando bien en su memoria lo que acababa de leer, tomó la carta del General para confrontar y ver, leyó de nuevo por verBi alguna mala inteligencia... ¡cá! no había duda. Venían los cuatro. Raquel rejuvenecía de hora en hora. No parece sino que la lectura de cada escrito y aún cada letra era para ella un aperi- tivo. Hablaba, reía, comía de mejor gana. Hasta los muebles de la habitación le parecía que entendían su gozo, quo lo partici- paban, que tenían vida; y no se diga de todos los vivientes de casa. Nada sabían y ella creía ya que estaban llenos de alegría y de trabajo preparando la boda. Antes, al marcharse Orlando, le había parecido todo un cementerio en la noche, un desierto deso- lado, una inmensa soledad. Sólo aquella carta ya se le figuraba el sol y la lluvia y la resurrección y la vida, convirtiéndolo todo en animado paraiso de delicias. ¿Cómo contener todo su gozo ella sola? Entró también por el escritorio de su mamá para confir- marse de que no se oponía á su felicidad, pues al leer sus cartas nada había objetado. Pero su mamá estaba ya comunicando á Bamberg en su des- pacho, el contrasentido de la segunda carta con la primera reci- bida del General. —¡Ay ay!—se sorprendió Raquel—¿donde está mamá? Y al salir por otra puerta en su busca, vió sobre el pupitre la carta que del General se había recibido el día anterior. Aquella preludio, la suya repetición, segura. La leyó en vez de salir, y quedó estupefacta. Quedó cual sediento que engañado en su fiebre por una copa que había creido colmada de agua cris- talina, al llevarla á sus ardientes labios, sólo ofreciese aire á su

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