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na bli ts in cd sie pi o Equivocación... —¿Bajo qué fianza? —La autoridad es libre. Ella dispondrá, y yo desde ahora acep- to. La sorpresa del magistrado llegó al colmo, pero Orlando leía todos los pensamientos de sospecha que cruzaban por la frente de la justicia. Es mucho lo que yo debo á su nieta—continuó Orlando —80y coronel prusiano, y mortalmente herido en N... debo la vida después de Dios á sus cuidados. Esto le despistó completamente y le hizo cambiar de juicio. —¡0h! perdón. Trasmitiré su ruego. Es cuanto puedo decirle. Orlando se retiró al hospital muy complacido. —Te espero impaciente—le dijo el General á su regreso—oye lo que dice tu hermana, que sabe á ciencia cierta quién la hirió, que á nadie lo ha dicho y á mi tampoco me lo dice, pero que á tí te lo dirá. Más, según se ha explicado, me hace suponer que creía... ¿sabías tú algo? Eso no me has dicho. —Yo lo sabía, papá, y también las causas. Pero ¿4 qué perder una familia si ningún provecho habíamos de tener en ello, ni al culpable había de aprovechar? —¿Quién la hirió? ¿quién la hirió? —Repitió el General levan- tándose. —No te sulfures, papá. ¿Ves cómo no te conviene saberlo, y mi hermana es prudente en no decirtelo? Seguro que ella pensaba que tú ya lo sabías; por eso habló. Ten entendido, que aunque con- quistada, estamos en patria ajena. —Pero el criminal... El criminal está ya asegurado. —¿Y la justicia por qué... —¿Y la misericordia? ¿y la caridad y el perdón?.... ¿no es ver- dad, hermana mía? : —Si, sí. Completo mi perdón para la mano criminal. —Deja, pues, ya eso, papá. La Superiora anunciaba la visita del médico de la Comunidad. El General se levantó y saludó al Doctor Beaumont detenido en la puerta, enterándose minuciosamente del estado de Sor Leona. Orlando entretanto preguntaba á su hermana cómo pudo cono- cer á Raquel. Ella le contestó que no la había conocido hasta después del hecho. Que al sentir el golpe despertó y dijo ¡Ay! y se vió enfrente ála anciana enferma con el puñal ensangrentado.