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JOEL LIV A TEA TEIAAAGITA O TEN E Poe A. Em A o e 284 Equivocación... —Jamás he contestado, ni ha salido de mis labios sino lo que estrictamente se refiere á mi persona. Orlando salió inmediatamente á socorrerla y se la encontró ya muerta en los brazos de su padre. —¡¡Orlando!! —¡¡Papá!! Los dos se miraron fijamente un minuto. Los dos lo sabían todo y como si ninguno supiera nada. Los dos reconocieron algo en aquel rostro, en aquella persona que ignoraban donde estaba. La Superiora llegó con el médico de semana y practicante. Todo remedio era inútil. El Doctor al reconocerla, dijo: —Por fin, lo que yo me temía. Esta mujer lleva aquí en el hos- pital 17 años de asilada, muriendo cada día. Yose lo tenía pronos- ticado, que moriría por padecimientos, pues no habría muerto ya con lo sufrido, sino que algúna impresión violenta del momento la mataría en el acto como repentinamente. Todos se miraron á la cara. Allí había muy distintos colores. —¿Y qué puede haber sido esto, Doctor? —Preguntó la Su- periora. —¿No me acaba de decir, Hermana que ha llegado el Coronel prusiano que tanto se interesaba por la hija de esta infeliz? —Si. —Pues ahí lo tiene todo explicado. Orlando y el General temblaban sin atreverse á levantar los ojos. Cada vez que oía hablar de él —continuaba el facultativo—era un temible disgusto para ella. Y un día, no hace mucho, llegó á de- cirme.— Doctor, no se cuide más de darme medicinas. Temo que un día, en vez de dejarle renovar los votos otro número de años, quitarán la toca á mi hija, ó ella la dejará para casarse con él. En ese día me matará la pena. Padre é hijo respiraron. -—¿Esta desgraciada ha sabido la llegada de alguno de ustedes? Orlando contestó, que la Religiosa que le guiaba entró en la al- coba de la herida anunciándole el Coronel prusiano, creyendo con esto dar un gozo á la enferma. Esta señora estaba alli. —Pues todo explicado. ¿Qué más puedo decirles? El médico extendió inmediatamente el certificado de defun- ción. Carditis fulminante.