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Nr A A 274 Equivocación... Un día le comunicó su amigo la cercana fecha señalada por acuerdo de los dos familias para el casamiento. Orlando sintió en su corazón un verdadero destrozo. Sin darse cuenta se sorprendía impaciente y nerviosísimo. Por supuesto él era invitado en primer lugar de amigos. Desde ese acuerdo, las dos familias se agasajaban con fiestas íntimas en mutuo obsequio. El Palacio de la baronesa tenía un jar- dín—parque de lo más hermoso de Berlín, y abundantísimo en fru- tas.—En él hicieron un verdadero día de campo todos reunidos. Por la tarde, á la caída del sol, mientras los papás departían amiga- blemente preparando sus tratos y contratos, las jóvenes parejas de hermanos, hermanas, amigos y amigas, se dispersaron en busca de sus árboles y frutas favoritas. Enrique y Palmira, detenidos, se miraron. Cada uno consultaba en la mirada del otro su gusto y di- rección. Orlando no había notado aquello y se adelantó unos pasos. Delante iba una linda condesita, intima de Palmira y de la misma edad, 19 años. Esta miró atrás con pudor, como queriéndolo hacer con el rabillo del ojo, ¿dónde iría Orlando? Orlando entonces se detuvo, volvió también la cabeza, y esto decidió la dirección de los futuros esposos. —¿Sigamos á Orlando al árbol que más le agrade?—Preguntó almira á Enrique. Sigamos. Y Orlando que veía cerca un árbol hermoso que embalsamaba todo su derredor con el fragante aroma de su sabro- so fruto, se dirigió á él y los dos le siguieron. La condesa siguió su camino mirando alguna vez atrás, pero también al suelo, como si algo hubiese pisado ó perdido en su tra- yecto. —Cógeme ese, Enrique, cógeme ese.—Gritaba Palmira alboro- zada ante un melocotón de aspecto incomparable, con ser todos de- liciosos los que el frutal brindaba. Enrique era de menos que mediana estalura y no llegaba. Afa- noso buscaba con sus ojos un promontorio de tierra, de piedra, de leñas, cualquier altura que le elevase unos centimetros, veinticin co lo menos, y le permitiese asir las ramas para acercarse el fruto. Nada. El jardín estaba tan limpio y tan llano como un salón de baile. Algo más alta era Palmira y extendió su mano, y se esforzaba y
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