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IA E ra MAA RA Í $ 4 1 a j t E , 1 a! ro iii E naa 268 Equivocación... tad, la fuerza del dolor y de todo el despecho que sentía, y enton- ees no fué ya llorar, el llorar que desahoga, fué un sollozo tan grande y tan desesperado como no se le había oído nunca ni por tanto tiempo. Behring reconoció otra causa más íntima, y más íntima tam- bién que la partida material de Orlando. Aquel corazón se le rom- pía. Hubiera necesitado Raquel morir siquiera diez días, ó perder por completo la memoria de algo que como claro le atravesaba las potencias. Bien pronto el Doctor acudió 4 sus acostumbrados específicos para rendirla y hacerla dormir y descansar. Martina estaba resuelta á no estorbar á los viajeros con avisos de novedad ni aún en una hora extrema. Cuanto sucediese á Ra- quel no podía ser otra cosa que un justo castigo de Dios, bien me- recido por aquella impía desaprensión de empeñarse en unir su suerte con la de un papista. La misma Isabel de Inglaterra que era toda santidad, fe pura, virtud y fortaleza, no se hubiera atre- vido á otro tanto; y ella no temblaba donde se hubiera estremeci- do la grande y santa hija del grande y santo Enrique VII. (1) Martina estaba tan convencida de lo que sentía y decía como lo está un judío cuando afirma que si Cristo murió en cruz fué por sus grandes pecados y por fingirse Mesías, y llamarse hijo de Dios y Rey de los judíos. (1) ad y Reina los más deshonestos é inmorales que han ocupado el tro- no de Londres; pero eran sanguinarios perseguidores de los católicos, y esto basta para que Martina los canonice. <=

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