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AMA A A A A a pr 264 Equivocación... cortó antes la conversación de Orlando, si bien aquellos dos minu- tos le habían bastado. Raquel con el reloj en la mano le esperaba hacía horas contan- do con impaciencia minuto por minuto, y hubiera esperado así hasta el último segundo de las doce, pues Orlando le había pro; metido ir, y para ella no había otra palabra infalible después de la Biblia. —Raquel... pocas palabras —díjole Orlando presentándose á su cama de sopetón.—¿Confías en mí? ¿sí ó nó? Raquel no había tocado con su mano ni había dado orden de disponer tales ó cuales vestidos, pues así se lo había encargado Orlando hasta nuevo aviso; pero sí que ya en su cabeza los tenía elegidos y llenas las maletas. No le faltaba más que cerrarlas y echar á andar, y ahora pensaba si acaso el General no podía ir y tendría que volver á viajar con Orlando sola. ¿Qué inconveniente? —Sí; totalmente.—Contestó en el acto. —Pues bien; quédate en casa. En la inteligencia de que sí te mueves hasta que nosotros regresemos, consideraré roto entre los dos todo compromiso y toda posibilida 1 de casarnos. Ni siquiera esperó Orlando á escuchar una réplica, una sílaba, ni una letra. Esa resolución después de tal pregunta dejó á Raquel anonadada. Figúrense nuestros lectores cómo pasaría lo restante de la noche. De mañanita y muy temprano entraban los dos viaje- ros á decirle adios. Debía haber llorado mucho; debía haberse cansado y rendido mucho de doce á cuatro. El General la notó aletargada. No la despertemos, dijo á Orlando, é hizo doble dere- cha para salirse de puntillas, Pero Orlando no se resignaba á esa fría despedida que al despertar le hubiera costado á ella inconso- lable llanto. Quisiera despertar á su hermana con un suavísimo beso, y se contentó sólo con tomarle y apretarle un poco la mano del brazo sobre el cual descansaba ligeramente la cabeza. Un momento parpadeó y al fin abrió los ojos. Una sonrisa cariñosa fué todo el saludo. Raquel, por el contrario, tenía una profunda expresión de triste- za, y apenas agradeció ese cordial saludo que en cualquier otra ocasión le hiciera enloquecer de gozo. En vez de ofrecer la mano la ocultó entre los encajes de la sábana y almohada. —Papá, vuelve, que está despierta.

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