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242 Equivocación... —¡Oh!... sí, sí. Mátame antes que yo me vea otra vez en la ho- rrible penitencia de la logia, ó tendido en la calle, asesinado y deshonrado. Mátame tú, y toma venganza justa de cuanto te he hecho sufrir. ¡Por qué me diste la vida en el campo de batalla! Mejor me fuera morir allí. Yo viviré siempre avergonzado en tu presencia. Mátame... mátame. Hereford temblaba. No parecía el mismo. En vano Orlando, quitándole el revólver, se esforzaba por reanimarle con palabras cariñosas. Mátame, mátame, le repetía cien veces. ¿Puedes tú ol- vidar cuanto aquí dice? —No, papá, pero puedo aprovecharlo para ayudarte en el con- flicto en que te hallas. Su padre hacía signos afirmativos con la cabeza, expresando su convenc imiento de la imposibilidad. dk si, papá; no te quepa duda. ¿Por qué ha permitido Dios toda esta equivocación, sino para que tenga un desenlace final pro- yechoso para tí? Al General no se le iba de la imaginación y de la memoria, y hasta parecía que ni de los ojos, todo lo sufrido en la penitenciaria de la logia, y ahora, no retractándose su hijo, sólo esperaba como la cosa más cierta la segunda y última llamada. —Hay remedio para todo, papá, menos para la muerte. —Eso es, eso es, hijo mío, lo que me amenaza y sin remedio; la muerte ls. —¡0h, no! No es tal ó cual muerte la que no tiene remedio. Es la muerte en general decretada para todos; no la que tú te figuras sin remedio. -El puñal, la tumba deshonrada, esa es la muerte inevitable para mi. Y el fantasma de todo cuanto había presenciado en la logia, lo expresaba tan á lo vivo en sus espantados ojos que parecía lo estaba aún sufriendo ó sufriéndolo ya otra vez. Orlando, por supuesto, siquiera no fuese más que con buenas palabras, trataba de consolar á su padre alejando de él la triste imagen de tan temida muerte. —No te canses, hijo mio, no hay más remedio para librarme yo de la muerte que renunciar tú á tu catolicismo. Esto no lo ha- rás; no bastan, pues, tus buenas palabras.

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