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Po Ani 240 Equivocación... una descarga aún antes de tiempo y contra su voluntad. No parece sino que impaciente buscase razón para el asesinato de su hijo en la primera culpa declarada. Así es que en esta última pregunta esperaba ya que Orlando se callase por toda contestación ó que contestase «del secreto de tu escritorio» para dejarle seco de un tiro, y acaso dispararse él después otro. Pero Orlando, no sólo no se declaró culpable, sino que con ad- mirable serenidad insistió en que él se lo había dado junto con el testamento de su mamá al partir para la guerra con Austria hacía cuatro ó cinco años. Y que recordase, pues él recordaba bien, le había dicho al entregárselo: prevengamos las cosas, Orlando, por Jo que pueda ser; esto te pertenece. Después, cuando marchaste—proseguía Orlando —yo me enteré bien de todo, y pensé, que uno era el testamento de mi madre, pero que lo otro, no menos sagrado por ser tu última voluntad, era el testamento de mi padre. Con todo el trabajo que yo sé procuré su ejecución. Cuando volviste de Sadowa tenia aún todo por hacer, y tú no me lo renovaste. Como repentino y deslumbrador relámpago, un recuerdo terri- ble hirió la frente del General. El en efecto, hacía ya 23 años había ocultado dentro del testamento de su esposa aquellos compromete- dores papeles, y colocado todo junto en lugar donde nadie sino él metía la mano. Nada había para él más seguro ni más sagrado en la casa, en el Palacio Klopstoch. Jamás seria necesario aquel testa- mento hasta que se casase el herededero, Orlando recien nacido. Por aquel entonces los otros papeles le molestaban la conciencia, como molesta al malhechor un crimen perpetrado en no lejana fecha; le ofendía su vista, y los retiró con ánimo formal de romper- los pasado algún tiempo. Tiempos y tiempos pasaron, y hasta 25 años, y lo que había sido formal propósito de romperlos, el olvido lo hizo ya pensar como hecho consumado. Cuando el 66 se le orde- nó y de prisa marchar al Austria, fué previsor ante cualquier su- ceso desgraciado de la guerra. Ya Orlando tenía 10 años y era to- do un hombre. Klopstoch estaba paralítico, y no queriendo que otro que su hijo interviniese en el testamento donde-él era nombrado usufructuario, se lo entregó, bien ajeno de pensar lo que iba adjun- to dentro de aquel legajo que sólo decía en el sobre «Testamento de Flor Klopstoch.» Así que cuando las palabras de Orlando le hicie-

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