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z A A 234 Equivocación... formaré en que no te cases. ¡Oh!.... no, no. No me conformo aun- que peligre tu vida. Muere, Orlando, si no te has de casar. Yo también moriré quitándote antes la vida. Orlando recordó entonces una admirable definición que había leído del amor: «Un misterioso y divino conjunto de egoismo y generosidad. » Bien persuadido estaba Orlando de que Raquel, á serle posible, cumpliria lo que decía, si él, tanto con razón como por pretexto, le anunciaba que ante las dificultades insuperables y por el bien general de la familia, tenía que ceder y volver á amarla como her- mana, y nada más. El había prometido ante el Cardenal vencer las dificultades que surgiesen en la familia para casarse con ella, y estaba cada vez más resuelto y decidido cuanto más aumentaban esas dificultades. Siempre la había querido como el más amante hermano, á ver- la siempre feliz, jamás el cariño fraterno hubiera afectado su cora- zón de otro modo hasta despertar en él todo el amor de un amante. Y es lo cierto que al verla tan desgraciada crecía en él la com- pasión, y la compasión le interesó el corazón tomando distinto aspecto el amor. Le amaba ya, y conocía que poco á poco la amaría como si jamás hubiese estado con ella, y como si hubiese sentido en su co- 'azón la punzada del amor á su primera vista. Lo que en Raquel pudiera horrorizarle por sus extraños conatos de homicidio y de sui- cidio, bien reflexionado, le inspiraba compasión; y remontándose á la causa con su superior talento, veía que era el amor todo por él, y se sentía irresistiblemente atraido hacia ella. Jamás se había fijado en ello, ni reflexionado, ni hubiera creido posible y menos deseado esa metamórfosis en el amor. Era sin duda el conjunto de los sucesos inesperados quien agitaba la calma de tantos años, quien conmovía el corazón con todas sus pasiones y obraba esa anomalía. ¿El miedo? ¿el temor? Jamás habían entrado en su corazón para nada, ni influirían siquiera en lo más mínimo para obrar ó dejar de obrar en cosa de tanta transcendencia. La seguridad misma que tenía de la desgracia de Raquel de- jándola, no determinaba su conciencia; la certidumbre de hacerla dócil á sus consejos por el ascendiente sobre ella, tampoco. La amaba y conocía que su amor era de los que se sobreponen ciega-
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