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a a a A azi MA ere o 9009 um Equivocación... él. No quiero que la justicia te prenda en mi casa; en la casa de la hermana de tu noble madre. Le tomé el billete y lo despaché. Así es que ruego á V. me dis- pense, porque desde que he vuelto de la estación no hago más que recibir y despachar caballeros, en uno ú otro sentido estafados por él. Algunos han jurado perseguirle hasta el presidio. Creo que aparte la mancha que hace mucho tiempo viene echando en nues- tro nombre ilustre no lo ha de sentir nadie de la familia. Yo me opuse con todas veras á su venida de Inglaterra, pero me aseguró tanto y tanto que era llamado por la banquera esposa del judio Bamberg, para esposo de su hija, que al fin cedí. No creía en su palabra, pero me envió una carta de esa señora en que efectiva- mente le llamaba al Palacio Bamberg, y aquí lo confirmó con otro documento en el cual se le invitaba á un almuerzo como pretexto para la presentación. Yo me explicaba el caso por aquello de «el dinero busca la nobleza, como la nobleza busca el dinero». El sabe lo que pasó en tal banquete. Nada dijo, pero volvió dado á todos los demonios, jurando y perjurando no se qué ni con- tra quién. Aqui iba en su acalorada narración el buen primo, cuando al oir vibrar dos veces casi seguidas el timbre, se interrumpió di- ciendo: otro, y la misma historia. Lo verá V. Un criado abrió la puerta, y desde el recibidor oyeron que, efectivamente, pregunta- ban por el Sr. Duque Norfolk. ¿Lo vé V.? Orlando comprimió accesos de risa porque no era el caso para reir en presencia de aquel hombre sulfurado y lo mejor que pudo se despidió rogándole disculpase su molestia, pues sólo quería ha- ber hablado breves momentos con el Duque, pero nada referente á dinero, Al salir era buena hora; pero antes de llegar á su Palacio tuvo un encuentro fatal y se detuvo por cortesía, por evitar admiracio- nes entre los dos cocheros que se habian conocido y más de una vez se habían detenido por orden de sus respectivos amos. Pero esta vez el cochero de Orlando hizo alto sin saber cómo. El -otro le saludaba, él correspondió de lejos antes de encontrarse, y por aquella costumbre inveterada de saludarse sus señores, como quien hace una obra agradable, cada uno refrenó su tronco. ¡Ah! Orlan-

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