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A ES PA Pa ció td ta Hd - a O A 194 Equivocación... —¡Ah! Sí, lo sabía; y por eso lo di igual al Administrador. —Mira, Raquel, esta carta puede salvarte. La que escribiste tú... ACASO... A la puerta se acercaban pasos. —¿Qué? dime qué. Un camarero llamaba. Orlando salió. —¿Qué ocurre? —Del Palacio Arzobispal avisan á $. S. por teléfono que el Secretario quiere hablarle. —Voy. Voy ahora mismo. Y el Secretario dijo á Orlando que $. E. el Sr. Cardenal acaba- ba de llegar, y que si tanto le interesaba la visita solicitada el día anterior, tendría inmediatamente audiencia. Orlando miró el reloj. Las once. Verdaderamente era angustio- so su estado. No se encontraba con fuerzas para ir dejando sola á Raquel. Llevarla imposible. Hacer que se acostase, inútil. Había dormido casi todo el día. Pero era horrible sobre toda ponderación quedarse solo sin el consejo del Cardenal en aquellos críticos momentos. Temió que S. E. Rvdma. tuviese que partir luego otra vez, y preguntó al Secretario si le sería posible á Monseñor recibirle al siguiente día. Al siguiente día era esperado el Sr, Cardenal en varios pueblos de los alrededores para la visita y confirmación, deteniéndose por lo menos cuatro días. Me vaá dispensar el Señor Secretario dijo Orlando que vuelva á molestarle luego para darle la contestación. No tengo más remedio, —se dijo—si yo pierdo esta ocasión, si pierdo esta noche, no só que pasará... Y Raquel? Le dijo que le urgía salir, y ella contestó que bien. Que tenía ganas de respirar fuera y saldría con él. No puede ser, Raquel. Necesito salir solo. ¿Solo? No; no te separes de mi porque á tu regreso no me en- cuentras. —Raquel: tú no necesitas venir donde yo tengo que ir, y voy. —Pero necesito ir contigo y voy yo también, Si me dejas aquí, á tu salida me tropezarás en la calle debajo del balcón. —Tampoco tendrás el gusto de yenir donde yo voy.
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