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192 Equivocación... —¿Para qué quería estorbos?— Continuó Raquel.—Salí de casa para cuatro días, había de viajar completamente desfigurada, lle- gar aquí, matar á tu mujer y volverme á casa. Las circunstan- cias me han hecho viajar y detenerme más. Yo no he tenido des- canso para nada. He vestido como una pobre miserable que cuan- ta ropa tiene lleva consigo; y por añadidura como una pobre vergonzante á quien nadie se adelanta á dar si no pide exponien- do su increíble necesidad. —Quiero que venga una modista. No tendrá más que tomar alguna medida y pronto tienes aquí cuanto quieras á tu gusto. —Me parece bien. Haz como quieras. Pero díme antes ¿me pondrán presa en el calabozo? Porque en ese caso, prefiero ir asi, pobre. Y siempre negaré quien soy aunque todos me reconozcan. Orlando no debía causarle violentas impresiones y se limitó á contestarle: —No. No irás al calabozo. ¡Ah! Papá es muy rico; y papá Hereford triunfó aqui. Orlando vió en aquel sentimiento una ofensa á la moral, y sin poder contenerse y sin más reflexión le opuso: —pero la influencia y el dinero no valen contra la justicia. Y aunque algunas veces con esas miserables armas se le aco- barda en la tierra, pero Dios...—y concluía la frase levantando el dedo al cielo. —¡Ah! esa justicia no la temo yo. Tengo fe. No soy como los papistas. —Creo tener fe yo también. Pero te aseguro que tengo tanto temor santo de Dios como fe. —Yo detesto ese temor. No lo llames santo, porque se opone á la fe. "—Veo que mi fe y la tuya producen distintos efectos. Me pare- ce que la tuya es abusiva. A mi, la fe papista me contiene; á ti, tu fe luterana, te sirve de pasaporte, de salvoconducto, de carta blanca para todo. Orlando se mordió los labios. No quería llevarla á ese terreno que por fuerza la había de irritar, y cambiando inmediatamente la conversación le dijo: Vamos, me parece será mejor que te trai- gan alimento. Llevas casi veinticuatro horas durmiendo y sin comer.

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