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a A a FRA TÍ, pe 184 Equivocación... un martirio porque no podía convencerla, con todos mis ademanes, que se retirara. Fingí impacientarme en extremo porque no se acostaba y era ya la una. Ella por tranquilizarme lo hizo. Se echó vestida, se tapó, dió alguna vuelta en aquella mala cama, y á las dos dormía. Yo debía estar ya fuera á las dos y media. Me dolía el corazón de tan vio- lentas palpitaciones. Sólo sentía si se me pasaría la hora. Las dos y cuarto; ella dor- mía y muy tranquila. En ese momento me levanté, sin hacer ruido, empuñé el arma que tenía bajo la almohada, me acerqué á su ca- ma, y con toda mi alma se la hundí en el corazón, diciéndole: ladrona... ¡Ay! qué fatiga siento. ¡Cuánto me cuestas, Orlando! pero eres ya mío. Creo quedaría muerta en el acto. No oí más que ¡ay! Saqué el puñal, y enseñándomelo á mi misma llena de satis- facción exclamé: ¡¡¡Sangre!!! Orlando es mío. Yo estaba ya vestida. Me quité la cabellera, me pasé un pa- ñuelo mojado para evitar quedase nada de lo postizo en mi rostro, tomé esa bolsita de viaje y á los seis minutos estaba ya en el lugar de la cita. Aún tuve que esperar al coche. Un sereno rondaba, y me de- tuve en una puerta para no tropezarle. Aún le oí cantar las dos y media. Al poco rato sentí el rodar de un coche, fuí en su dirección ha- cióndole detener, y ya luego estaba en la estación. Ya estoy aquí, contigo, Orlando. ¡Oh! pero estoy aún fatigadisima de todo aquello después de tanto tiempo. Recuerdo que no comí en todo el día, en ninguna es- tación, por no hablar. Y hasta me parecía que todos, pasajeros y empleados miraban á mi bolsita y querían registrarla para ver el puñal y quitármelo. Pero yo lo hubiera defendido porque quería enseñártelo. No me acuerdo bien qué dijiste cuando te lo entregué. Y hasta me parece que te supo muy mal al pronto; peró que después me abrazaste de contento, porque sin eso no nos hubiéramos casado nunca. ¡Cómo corren los tiempos! Juenta ya la fecha. Yo estoy bien trascordada de tanto episodio de nuestra vida después de ca