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Novela histórica 183 —Pero hijo mío...—dijo Martina exasperándose—si es el infier- no en la tierra, y su cabeza romana es la gran bestia personificada, hambrienta de ceñir sus sienes con todas las coronas. Asi nos lo retrata Juan en su Apocalipsis. Aquello llevaba ya camino de tormenta y aluvión de blasfe- mias como el del hospital, y Orlando al ver el horizonte que se preparaba, quiso evitarlo todo diciéndole por último. —Pues mira, mamá, tú me tenias por bueno antes cuando yo era protestante. Y yo puedo asegurarte, que de todos mis buenos sentimientos no he perdido ninguno, no he tenido que dejar ningu- no al ser católico. 'Podo lo contrario. Tengo ahora prohibidas en pensamientos, en palabras y en obras cosas que realmente son ma- las, eran malas, y el protestantismo me las permitía como cosas buenas. Y siquiera no hubiera ganado más que una sola cosa, como nada de lo bueno que tenía me está prohibido, ya hubiera hecho bien en dejar el protestantismo y ser católico. Tú, mamá, me has enseñando á odiar, como tú sabes odiar, á los papistas, sin distinción de sexos, edades, ni cualidades, y odiar- les más que á reptiles venenosos, como si no fueran hechura de Dios, como si no fuesen hermanos de todos los demás hombres. Y yo, educado por tí y siguiendo tu ejemplo, los he odiado hasta el punto de no poder hablar con ninguno de ellos cortesmente, y sin ofenderle en sus creencias. Y ahora, no siendo progestante, siendo católico, te aseguro que no odio á nadie, compadezco á todo el mundo que ciego por su culpa ó sin ella no ve la verdad tan clara como yo ahora la veo. Y á tí mamá,—aquí Orlando se enterneció lo indecible—4 ti, que ahora empiezas á aborrecerme, á tí te com- padezco mas que á todos. Tú juzgarás ahora cuándo el corazón está en mejor disposición con su prójimo, y por lo tanto con Dios. Al concluir, dos gruesas lágrimas asomaron á los ojos de Or- lando. En gotas continuas hubiera querido él convertirlas para ablan- dar á aquel duro peñón que tenía delante; pero para Martina las lágrimas eran lo que para el yunque de la fragua los golpes del martillo, la endurecían más. Rechazaba tan profundas razones y tan nobles sentimientos. Ella tuvo la última razón y la última pa- labra, diciéndole que jamás le había parecido l1ó que ahora, un
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