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AN KESÑ_ QY EY YY Y EY QY 29 CAPÍTULO IX Está claro que mejor es el judío que el católico s de noche. Una lámpara ilumina cierta estancia subte- | rránea de un antiquísimo palacio de Berlin. La luz de A, la pequeña lámpara no llega al suelo; sirve sólo para aumentar la lobreguez de aquel abismo. La estancia es una cárcel con dimensiones de caserón; por sus encrucijadas semeja catacum- bas. Son sus paredes gruesas. Los sillares que la componen, despo- jados de la cal, parecen sobrepuestos sin trabazón alguna unos sobre otros. La bóveda es pesada. Parece que aquellas inmensas piedras que la forman, van á caer de un momento á otro sobre el pavimento, que está bien húmedo. No se oye en esta estancia nada que indique habitarla un ser humano. Sólo la triste lámpara dá indicios de que por allí ha pasado la huella del hombre. De vez en cuando algún mochuelo, proyectando con sus alas más negra sombra, cruza alrededor de la luz: otras veces una sinies- tra lechuza aletea fuertemente para apagar aquellos moribundos resplandores. El silencio, la oscuridad, el cruzar ligero y rápido de algunas aves nocturnas, el frio que allí se siente, todo, todo es horrible, todo espantoso. En aquella mansión, la noche debe ser eterna; parece más bien un sepulcro secular. Y sin embargo se oyen algunos golpes; parece un martillo. Una estrecha y larga piedra del techo ha sido levantada á tor- no por su anillo y aparece en su lugar como una tabla, un ataud que baja poco á poco al suelo. Dentro hay un ser humano envuelto en un largo capuchón negro con antifaz horroroso y ropa de senten-

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