BCCPAM000521-3-32000000000000

Novela histórica 5 Precisamente se lo decia cuando estaba más empeñada la lu- cha. Si Orlando oía al Doctor, no daba señal ninguna de entender lo que se le hablaba. Cuando dió señales de vida estaba ya en el hospital de la ciudad de N... ¿Mi hijo?... ¿mi hijo?...—se le oía al General repetir, pero sin poder detenerse á escuchar contestación. Unos y otros, sitiadores y sitiados, con todas sus fuerzas y coraje, habían llegado á la esplanada. Dos ondulantes selvas de seres hu- manos, cuyos rumores son las voces de los que combaten, el estré- pito de los sables y los ayes del dolor, van la una al encuentro de la otra y llega un momento en que se mezclan todos... ¡Horror! ¡gritos! ¿Es el cañón? ¿son catapultas? pregunta Víctor Hugo. Y se contesta, es un sepulcro abierto, lleno de muertos, donde irán á mezclarse juntamente con los humanos residuos, lo que llamamos hechos heróicos y grandes hazañas. Todo en él se derrumbará con formidable estrépito. Entre tanta desolación, sólo el gusano levan” tará su repugnante cabeza. La lucha era tenaz. El fragor de la carnicería hacía relucir como brasas las pupilas de los combatien- tes: el fusil Chassepa desafiaba al fusil Dreype; en el horizonte aullaban y rechinaban en obscura nube, salpicada de sangre, culebrinas de acero de lombardas y ametralladoras. Los cuervos miraban de lejos á los combatientes percibiendo á través de la pól- vora su parte de carne. Todo festín da por resultado un montón de huesos: toda matanza es un banquete. El furor, el estrago, llena- ban el espacio y contagiaban. La naturaleza misma parecía tomar parte en la lucha y al gemido de los hombres contestaban los ár- boles sacudiendo siniestramente sus copas á impulsos del Aquilón. En el campo fatal, todo parecia fuera de sí, poseído de vértigo. El uno era rechazado, hostigado el otro. Allí estaban Alemania y Francia: la una con toda su pujanza, la otra con toda su soberbia. Todos tenían ante sí la trágica aspiración de perecer, á la repug- nante dicha de matar. Ni uno solo había á quien no embriagase el acre perfume de la sangre, nadie sentía la cobarde piedad, porque la hora era suprema. Ese grano, que un brazo espantosamente ne- gro, siembra, la metralla llovía sobre aquel campo horrible, que- jábanse respirando penosamente los heridos al ser pisoteados y atropellados por los sanos que corrían á ser muertos un métro más allá. Rugían los cañones lanzando mutuamente sobre enemigas masas de soldados nubes de humo que se perdían poco á poco en

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz