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CAPITULO VIII Letania nada lauretana ella no habrá querido... ¿eh?... por supuesto. Fué este el primer saludo que Martina, con marcadi- 42288 sima ironía, dirigió al Dr. Schorch en el Hotel á su lle- gada de Berlin. —¡Ca! Señora. Lo han atado de pies y manos, y él, á lo que se vé, gozoso besa sus ligaduras. Ella hacia primero el papel de es- quiva; él cada vez-mas enamorado y hambriento de su compañía. Estaba y está ciego. Ya el Pastor suyo los ha reunido unas cuantas veces. Ahora, con toda familiaridad, se ven solos y conversan lar- gamente con tanto gozo del uno como del otro. Yo soy el que estor- bo. Me extraña mucho el cambio casi repentino obrado en la pa- pista. Yo mismo presencié sus huídas, y oi cuando contestaba á mi Coronel que nada queria; ni mas trato ni mas tiempo con él que lo extrictamente necesario. ¡Hipócrita! ¡hipócrita! —Yo creo que influyen y hacen presión sobre ella la Superiora y el Pastor. Ellos ven él negocio redondo, y lejos de poner trabas, facilitan las entrevistas. —Ella, ella... que tiene sabiduría y astucia para engañar á la serpiente. ¡Oh! cómo me arde la cabeza. No sé con qué expresión calificarla ni con qué maldición retribuirle cuarito me hace sufrir. Hacedme el favor, Schorch, de entregar esa carta á la Superiora de esos reptiles ponzoñosos tan pronto lleguéis al hospital. Según lo que en ella le dizo estoy cierta me enviará inmediatamente la enfermera. Facilitadle el coche, guiadla hasta el hotel. Quiero yo

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