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> h Un rebelde, incurso ya en los efectos de las iras del Omnipotente, hacía incurrir en los mismos efectos.a la humanidad entera, valiéndose de falsas promesas; un apóstata, blanco ya de los dardos jus- ticieros, convertía en blanco de los mismos dardos a los reyes de la creación, constituidos por el mismo Creador. Culpable fué 'el inductor a la rebelión, mas también los infelices, que no vacilaron en asociarse a sus malvados planes, sabiendo cuál era la volun- tad de su Hacedor. Una rebeldía contaminó las alturas celestes, cubriendo de luto aquel antecielo, y otra rebeldía cerró las puertas del edén terrenal reduciendo a pavesa el más brillante trono y sem- brando la desolación en aquella deliciosa mansión; El hombre quebrantó el precepto divino, a instiga- ción del traidor Luzbel, y esto bastó para que que- dara declarada la guerra entre el Cielo y la tierra, entre el Creador y la criatura. ¿Quién la provocaba? ¿quién la declaraba? ¿quién abría el combate fatal? No era Dios, no; éra el infatuado hombre, quien daba el grito de guerra, aunque ignorando sus funestí simos resultados. ¿Qué podía esperar el rebelde, frente al Todopoderoso, cuyo era todo cuanto po- seía? La ruina total: ruina que no tardó en llegar más tiempo que el empleado en consumar la infa= me traición. ¡Cuán pequeño esfuerzo costó una ren- dición, que tantas lágrimas ha hecho derramar!
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