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El segundo tropezón no fué más pequeño. Con el mismo objeto que dejo indicado, dióse una velada musi- cal y literaria en el teatro Real, donde habia de hablar, invitado por las seño- ras del círculo piadoso un orador céle- bre, recien llegado por aquellos dias ála capital de Andalucía. Era Castelar, apóstol de la democracia, testaferro de la república, político funesto, fabri- cante de heréticos discursos, propala- dor de ridículas patrañas, traficante de verdades, y charlador sempiterno. Este lorito que hablaba mucho sin saber lo que decia, dedicó sendos pá- rrafos de su discurso á elogiar la abne- gacion de las damas sevillanas, que inspirándose en el espíritu democrático del Fyangelio, deponian su altivez de raza para tender una mano benéfica al pobre desharapado y hambriento. Luego habló de la influencia de la mujer en la sociedad y del bienfyue podian hacer en el mundo, apoyadas por el hombre. “Porque—decia él— qué será de esa bella flor que llama- mos mujer, si no la sostiene y le da

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