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— 64— debe suspender sus tareas apostólicas por care- cer de recursos pecuniarios para continuar con tan excelsa labor, será ésta una responsabilidad en que hemos pensado demasiado poco en nuestra vi- da. Desde niños estamos sentados en la mesa del Señor. ¿Con qué lo merecimos? ¿Con qué se lo agradecimos? Cada fiel puede y debe decir con el salmista: ¿Quid retribuam Domino, pro omni. bus quae retribuit mihi? ¡Qué devolveré al Se- ñor por todo lo que a mí me ha dado?» ¡Ah, católicos! ¡cuántas empresas evangélicas tuvimos ya que dejar por falta de fondos! Citaré solamente dos ejemplos: el año pasado hube de cerrar el colegio de la Misión que sirvo, porque ya no hubo medios con qué proporcionar alimen- tos a los niños; este año han dejado de funcionar varias escuelas porque no disponemos de dinero con qué pagar a un profesor. Y ¡cuántas almas se pierden así! ¡Cómo siento” lacerado el corazón cuando veo a tantos niños y niñas indígenas va- gar por sus reducciones en completo abandono físico, moral y religioso, y, como consecuencia, de no mediar un milagro, perdidos para Dios. No podemos enseñar a todos personalmente: somos pocos para ello. Con una escuela que se levantara entre ellos, y dirigida por expertos profesores y catequistas, esos niños se salvarían. ¡Con cuánto gusto daríais para una obra tan santa, si supieseis el bien inmenso que a las al- mas se hace con vuestras limosnas. Es verdad, católicos: triste es que la plata ten-

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