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levantó ella, juntamente conmigo, las manos al cielo, y rezamos el Padre nuestro, como tantas veces lo hacíamos antes, cuando estaba buena y sana todavía, diciendo: In Chau, meleimi wenu mapu, santuyenguepe tami rúi; kiipape inchin meu tami reino, deupe tami piel wenu mapu femnguechi, tue mapu meu kai. Iñ fillantú kofke elumuiñ fachantii, perdonayeñmamoiñ iñ defe, iñchiñ chumnguechi perdonayekefeiñ in defeke- teu. Katriitungueiñ tranakonoal tukulechi ngue- nen meu. Fill wedá meu montulmoiñ. Amén. Con el nombre de Dios en sus labios, murió la mujer del cacique Antimilla. Y todo esto, gracias a las limosnas de nuestros bienhechores, con las cuales pudimos edificar en aquellas regiones solitarias una capilla y casa pa- ra la Misión, donde se predica el Evangelio a los araucanos. ¿No es un gran consuelo y una santa satisfac- ción el saber que con vuestro óbolo ayudáis a sal- var las almas? ¡Oh cuántas almas se pierden, porque muchos católicos se olvidan de esta obligación sagrada, de ayudar a los misioneros entre los infieles! Oid lo que dijo este año el Vicario de Jesucris- to, acerca de la ayuda que se debe prestar a las misiones entre los infieles, el día de Pentecostés, rodeado del Colegio de Cardenales y de muchos Obispos, y ante una concurrencia de 70,000 fieles: “Si se pierde una sola alma por nuestra tardan za y poca liberalidad en dar, si un solo Misionero

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