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auxiliar más poderoso en todas sus empresas era su corazón magnánimo. Un día dijo a sus hermanos de religión: «Dos cosas pido diariamente al Señor: que pueda pa- sar mi vida sin cometer pecado mortal, y que un día pueda derramar mi sangre por la fe». ¡Ah, católicos, qué corazón tan grande! ¡cora- zón de apóstol, corazón de San Pablo! Dios, su gloria, su nombre, su iglesia, eran los únicos idea- les de este curazón tan grande! Y este corazón tan noble le acompaña y lo lle- va al martirio. Vedlo subir, queridos hermanos, al púlpito en Servisa por última vez, el 24 de Abril de 1622. Había sido avisado de antemano que tenía que morir aquel día. El mismo preveía su martirio en un éxtasis el día anterior. Nada lo detiene. Su co- razón le impele a seguir adelante. Su oficio, su deber es predicar, hacer conocer a Jesucristo y a su Iglesia, Al llegar al púlpito, encuentra sobre él un papel con las palabras: «Hoy todavía predica- rás, mañana ya no”. Tranquilamente lee las pala- bras, deja el papel a un lado, y comienza con san- to fervor un sermón sobre las palabras de San Pablo: “Uno es el Señor, una la fe, uno el bautis- mo». Sus palabras parecen flechas encendidas que lanza sobre los corazones endurecidos de los he- rejes. Todo inútil. Un tiro disparado sobre él le obliga a bajar del púlpito. Reposadamente sale de la iglesia para evitar un derramamiento de san- gre en la casa del Señor. Luego le alcanza una

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